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estridentes, y el reflejo del sol en los vidrios de los
autos herían mis pupilas acostumbradas a la
penumbra. Con prontitud me dirigí a una plaza y
me cobijé en las sombras. Luego de un rato, ya
repuesto, caminé por las veredas tropezando con
la gente presurosa. A poco andar llegué a una
dirección que me dieran. Es un albergue para
indigentes, ¿me indicaron que debía registrarme y
lo hice.
Transcurría el tiempo con lentitud, libre de
compromisos me dirigí a un parque esperando la
noche. La tarde era fresca, tenía un saco, un
chaleco y un ponchillo de lana Merino con rayas
sobre los hombros y en la manga un trozo de
hierro aguzado.
Al llegar el ocaso invernal el lugar se
despobló y quede solo entre los canteros sin flores.
Caminaba bajo la luz amarillenta de las farolas que
acompañan los pasillos de piedra que surcan el
lugar.
En un recodo vi a la joven correa aterrada, —
No tendría más de 20 años – Medite mientras
observaba con curiosidad sus ropas desgarradas.
En su afán de huir tropezaba, miraba hacia atrás y
se levantaba con premura. Sin saberlo,
continuaba huyendo hacia mí. De pronto en la
penumbra nuestras miradas se encontraron y
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