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la  sensación  de  estar  pisando  sobre  nubes,  dos

           amplias filas de butacas con un generoso pasillo al
           medio  que  finalizaba  en  una  urna  inmensa  con
           forma  de  cántaro.  Era  un  adorno  particularmente

           bello  para  que  todos  pudieran  depositar  sus
           limosnas  y  jugosas  contribuciones.  Las  paredes
           oscuras  y  las  largas  cortinas  que  cubrían  las

           ventanas y hacían que toda la atención se fijara al
           frente del recinto.
                  Cada  día  de  reunión,  el  predicador tenía  un

           sermón  inquisidor  con  el  cual  asediaba  a  los
           presentes.  Poseía  un  grupo  de  apoyo  que
           investigaba a los fieles y clasificaba a cada uno por
           sus  pecados  más  aberrantes  y  ocultos.  El  pícaro

           religioso  los  visitaba  en  sus  casas  antes  de  cada
           reunión,  les  comentaba  el  tema  a  tratar  y  los

           invitaba  a  sentarse  en  la  primera  fila.  En  esa
           oportunidad  les  expresa  las  necesidades  del
           templo y de la ayuda que esperaba de la
                  congregación  para  solucionarlas,  luego  se

           retiraba  y  esperaba  los  acostumbrados  resultados
           desde su puesto.
                  Cuando  terminaba  la  disertación  invitaba  a

           todos los presentes a arrepentirse públicamente y a
           pagar  a  la  colectividad  con  una  ofrenda  de  gran
           valor  que  tuviesen  en  ese  momento  como

           penitencia por la falta cometida o serían amarrados

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