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Cuentos
Mario J. Ávila Rubio
ESA EXTRAÑA CIUDAD
Crónica de San Marcos
(Fragmento)
Hace más de un mes que no sé de ustedes.
Me hacen falta para vencer la prosa;
para no caer en las redes
del puro signo, de la pura cosa.
ste mensaje les envío a mis amigas de San Marcos, a quienes reencontré en Facebook des-
Epués de más de veinticinco años. En el primer intento, en el segundo verso había escrito:
«Me hacen falta para vencer el tiempo»; pero en el cuarto me fue imposible encontrar la rima
perfecta (¿qué palabra podría rimar con «tiempo»? Apenas «destiempo, contratiempo» y otra
más). Luego puse «prosa», no solo debido a que tenía una rima más fácil de encontrar, sino
también porque era realmente lo que yo quería decir.
El recuerdo no es únicamente la evocación de la memoria de los hechos ocurridos. Tam-
bién es el recuerdo de las emociones, de los sentimientos que produjeron estos sucesos. Leo
que las emociones no se alojan en el mismo lugar en donde duermen los hechos; moran en una
región del cerebro llamada «amígdala» (no las amígdalas del aparato respiratorio, esas que se
in�laman o infectan en el invierno). Allí están las emociones, como gatos, ronroneando, dormi-
tando en el día, pero también como gatos que corren por los techos en las noches. Si son bue-
nas, agradables, esas emociones, cuando despiertan nos hacen fácil la vida; pero si son malosas,
producto de feas experiencias, de oscuros estímulos, entonces, al levantarse, arañan y desgajan
la piel y no nos dejan actuar libremente, y oímos lo que no nos dicen, y vemos lo que no nos
hacen, y tropezamos y caemos. Por ello, se a�irma que las experiencias, los estímulos de nues- 71
tros cinco primeros años de vida son la base, lo que marca, y hasta programa, el futuro. Quienes
cuestionan esta idea, sostienen que eso no puede ser porque no se puede recordar lo que se
ha vivido en esos años. No saben ellos que es posible perder el recuerdo de los hechos, pero no
el de las emociones. Ahí están, en la amígdala, durmiendo como gatos, esperando algún hecho
para despertar y, entonces, arañarnos la vida o pasar su suave rostro por nuestras mejillas.
Por ello, ahora que recuerdo aquellos años en San Marcos, ahora que escribo sobre esa
extraña ciudad, no busco simplemente que sea un recuento de acciones y de hechos (imposible,
por cierto, recordarlos todos); pretendo que sea, sobre todo, un recuerdo de emociones. No
quiero que sea pura prosa, es decir, puro signo, pura función referencial. Deseo despertar de
mi amígdala las emociones vividas en esos años, y qué mejor, para ello, que las imágenes de la
poesía. Pero ¿cómo despertar esas imágenes que lleven a la libertad de la emoción? Para eso
necesito a los amigos y las amigas que también vivieron esas emociones; algo dirán, algo trans-
mitirán entre líneas, algo que abra el cauce para que el agua riegue las páginas secas.
También me ayudarán a vencer el tiempo, porque las emociones parten de los hechos, y
el tiempo, poco a poco, va borrando el recuerdo. Quiero hacer como en el mito y el ritual que lo
actualiza. Recuerdo mi lectura de Mircea Eliade en la universidad. Dice él que el relato mítico y