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Cuentos



                     el inicio, y el inicio, el �inal. Tampoco se encontraba la pequeña puerta que había al terminar
                     el túnel, la cual Saulo abrió de un patadón para que pudiéramos escapar aquella noche en que
                     se enfrentaron los dos FER y corrían las balas y se agarraron a carpetazos y palazos y le rom-
                     pieron la nariz a José Carlos. En vez de esa puerta, se encontraban los baños, también de �inos
                     acabados. Entré como a los servicios de un hotel de lujo.
                           Llegué al patio de Letras. Irreconocible. Las bancas de plazuela de pueblo olvidado, don-
                     de nos sentábamos los compañeros y compañeras a conversar y hacer tiempo en las horas
                     libres, eran ahora bancas de metrópoli moderna. Un quiosco de última generación ofrecía fo-
                     tocopias y libros. Y la biblioteca, aquella que en los ochenta más parecía taberna republicana,
                     había dejado su color madera por un brillante color gris metálico claro como el de los muebles
                     �inos de o�icina. ¿Y el diminuto local del CEL? Ni rastros de él.
                           El tiempo, el tiempo había cambiado todo. Pero no solo el edi�icio, las puertas, las lunas,
                     las aulas, los baños, las pizarras, sino también el tipo de los alumnos… En los ochenta, en las
                     universidades estatales, como San Marcos, hasta podía venir un campesino de la sierra de fa-
                     milia pobrísima o el hijo de un mísero obrero, y estudiar aquí y salir todo un ingeniero. Pero,
                     ahora, cuando yo recorría el patio, los pasadizos, los pasajes, las plazuelas, no veía gente con
                     pinta de pobre. Si bien no llegaban a parecerse a los estudiantes de la Universidad de Lima,
                     me parecía estar en la Garcilaso o la San Martín. Se notaba en la ropa, en la so�isticación, en el
                     tono, porque no solo hay diferencia de dejo entre las regiones, sino también entre las clases
                     sociales. Nosotros vestíamos de manera sencilla sin tanto adorno, y las chicas no necesitaban
                     ser so�isticadas para esparcir sus encantos y feromonas; eran simplemente hojas o �lores al
                     viento, y hasta sus leves maquillajes parecían aplicados por el aire que las llevaba. Cierto, San
                     Marcos había cambiado, pero no para el mismo tipo de alumno, sino para el que ahora podía
                     pagarla. ¿Por qué el Estado no invirtió ese dinero en los ochenta si eso era lo que pedían los
                     estudiantes en las marchas institucionales? Ya no era más la universidad en la que se pagaba
                     un precio simbólico por el semestre y donde el examen de admisión no costaba tanto. Ahora
                     hasta tenía su propia academia preuniversitaria, en la cual se bene�iciaban los que más dinero
                     tenían, sacándoles ventaja a los olvidados. San Marcos había sido la universidad en donde el
                     pobre más pobre podía estudiar; en la cual aquel que si debía dejarla por un tiempo porque su
                     trabajo no lo permitía, podía regresar sin pagar un dineral para �inalmente terminar su carrera.
                     Había sido también la universidad en donde el loco más loco podía estudiar y dejarla por un
                     tiempo porque su locura lo llevaba por otros caminos. Era, en �in, la universidad de todos, inclu-
                     yendo a los más débiles. Yo no estaba entre los más pobres, pero sí entre los locos, y gracias a
                     San Marcos pude terminar mis estudios. Pero conozco a varios que, por pobres o locos, dejaron
                     sus carreras, y cuando quisieron retomarlas, no pudieron hacerlo porque tenían que pagar un
                     dineral o debido a que ya los habían depurado.
                           El tiempo, el tiempo… ¿quién nos salva del tiempo? Habían comprado San Marcos y ya no   73
                     era más la extraña ciudad. Entonces pensé que, de alguna manera, Jaime el sikuri, había tenido
                     razón en su predicción cuando me dijo, a mediados de los ochenta, que luego de diez años San
                     Marcos ya no existiría. Ahora era una más del montón. Sí, bella como una diosa clásica… pero...
                     de esas hay por montones.

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                                             En ese lugar el tiempo no había vencido


                           Faltaba entrar al otro túnel, el que está después del patio. En mis tiempos, a la izquierda
                     de ese túnel, se encontraba la Escuela de Arte. A la derecha, había o�icinas. En el fondo, se halla-
                     ban las o�icinas de las escuelas de Lingüística y Literatura, y en el medio, el Repertorio Biblio-
                     grá�ico, al que más se lo recuerda porque allí funcionaban los talleres de Narración y Poesía. No
                     digo más sobre el cambio de ese túnel, sobre la belleza del piso y sus paredes. Ya era cerca de las
                     cuatro de la tarde. Recordé que a esa hora, los jueves había Taller de Poesía. Y ese día era jueves.
                     La puerta estaba entreabierta y casi todos los lugares se hallaban ocupados. Al último, vi una
                     carpeta libre y me senté en ella. Lo hice casi de manera automática, como algo natural, como
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