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Cuentos
si a eso hubiera ido, como un estudiante más. ¿Quién o quiénes lo dirigirían ahora? El tiempo,
me dije, habrá cambiado también el taller. Cuando yo era estudiante, los profesores eran Marco
Martos e Hildebrando Pérez, y lo habían sido desde mucho antes, pero seguramente ahora esta-
rían otros noveles. Por la hiperin�lación aprista, a �ines de los ochenta empezaron a irse muchos
profesores de larga trayectoria, y con el fujishock quedaron muy pocos.
Luego de pocos minutos, ingresaron los profesores… los mismos: Hildebrando y Marco,
quienes habían sobrevivido. Se sentaron a la mesa de delante y, como siempre, Hildebrando
abrió la sesión. Su voz cadenciosa y sin muletillas, hablando de la poesía como una �iesta de
la palabra, tratándola como a un copo de algodón aun cuando ella se re�iriera a fuertes expe-
riencias. El ritmo que le daba a sus oraciones, sus in�lexiones, como si escribiera en el aire con
una impecable puntuación, ponían la atmósfera poética para dar inicio al taller. Luego intervi-
no Martos explicando con leve humor el tema central del taller, amenizándolo con ilustrativas
anécdotas y citando con voz de recital versos de los trovadores y los cancioneros prerrenacen-
tistas. ¿Era la originalidad absoluta requisito para una gran poesía? ¿No se podía acaso hacer
variaciones sobre un poema de otro autor? A los poetas medievales no les interesaba mucho la
originalidad; uno de ellos hasta decía que sus poemas bien podían ser cambiados por un poeta
de talento: «Quien bien trovar supiere / puede cambiar lo que quisiere». Y Horacio ¿no decla-
raba, acaso, sin hacerse problemas, que imitaba a Alceo? Y los epigramas de Cardenal no eran
variaciones de los de Catulo? Y los estudiantes daban su opinión y debatían y se emocionaban.
En la segunda parte se pasó a la lectura de los poemas de los participantes y al comenta-
rio de estos. Leyeron tres o cuatro talleristas. Luego de cada poema, los demás, quienes tenían
una copia de los textos, comentaban. Algunos alababan los poemas, otros los criticaban con
moderación, pero otros clavaban sin piedad sus a�ilados cuchillos, y era de ver las expresiones
en los rostros de los noveles poetas. Algunos respondían acremente y se armaba la discusión,
pero los profesores llamaban al orden y daban su comentario y crítica constructiva.
No empleaban Marco e Hildebrando el método despreciativo. Algunos pocos profesores
sí lo hacían. Estos leían el poema o ensayo o reseña del estudiante y, si no les gustaba, lo des-
truían sin misericordia haciendo sentirse al autor menos que una ameba. Claro que lo hacían
por el bien del estudiante, decían. Surtía efecto, pero con los sobrevivientes, mas no con los
sensibles, los que estaban con las justas en autoestima. Para ellos, simplemente no había más
oportunidad, o salían del hoyo después de un año de tomar antidepresivos. Los resultados del
método despreciativo me recuerdan a esos casos en que de cien niños que comen basura, cin-
co sobreviven, y fuertes, porque su sistema inmune ha creado un sinnúmero de defensas. Lo
contrario del método despreciativo es el método paternalista. ¿Eran paternalistas Hildebrando
y Martos? El paternalismo protege demasiado y no permite el vuelo del individuo, y tampoco
hace crecer en él una sana conciencia crítica. Creo que ellos trataban de orientar para que el
74 estudiante se diera cuenta de sus errores. Ese es un término medio, el mejor para crear seres
humanos felices y no sabios infelices. Recuerdo, cuando yo era universitario, una respuesta de
Marco ante la pregunta de una estudiante sobre la tradición. «La tradición poética la conforman
todos los poetas —respondió con seguridad—, no solo los consagrados; todos somos parte de
ella», es decir, también los despreciados por el método despreciativo.
Así transcurrió el taller. Yo no intervine para nada. Solo observaba maravillado. ¿Para qué
esos muchachos aprendían lo que aprendían? ¿Para luego, ellos, a su vez, enseñarlo? Pero ¿aca-
so se estaban formando para profesores? ¿Acaso porque querían ser poetas?… Eso sí… Pero
¿existe la profesión de poeta? Esos muchachos estaban ahí emocionados de una manera total-
mente gratuita, sin ningún �in utilitario o comercial. Estaban ahí no por el nec-ocio, o negocio,
sino por el ocio de los clásicos, ese ocio que, como explica Ortega y Gasset, no es un no hacer,
sino «un hacer sin soldada ni material bene�icio». Eso mismo hacíamos nosotros en los años
ochenta, en ese mismo lugar, con esos mismos profesores… Entonces advertí que ahí el tiempo
se había detenido o, mejor, me corrijo, advertí que ahí nunca hubo tiempo y que ahora tampoco
lo había. Yo, con más años que los estudiantes, y Marco e Hildebrando con más años que yo,
todos ahí éramos iguales, sin tiempo, libres de él. Por lo menos, en ese lugar, en el Repertorio
Bibliográ�ico, los jueves, de 4 a 6 de la tarde, el tiempo no había vencido.