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Cuentos



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                            El  jueves,  todavía  somnoliento,  hizo  acto  de  presencia  el  desánimo.  Se  ahogó  en  el
                     escepticismo. Las dudas lo embargaron y el leve entusiasmo del día anterior fue acallado con
                     manotazos de temor. Una serie de interrogantes lo abotagaron. Que quizás no iba a salir bien
                     lo planeado. Que no debía hacerlo. Que iba a cometer un grave delito. Que cómo lo tomaría su
                     madre al enterarse. Qué sería de su hermana si él faltara. Tal vez ellas sufrirían las consecuencias
                     de su accionar. Estaba a punto de renunciar a la causa. Quería llamar a su superiores para
                     decirles que todavía le faltaba más entrenamiento. Que la misión era demasiado para él. Que
                     en realidad no deseaba eso. Que lo disculpen. Que no lo haría. Entonces el terror lo abrazó.
                     Excitado hasta el delirio caminaba temblando de un lado a otro de su reducido cuarto buscando
                     una manera de desembarazarse del pesado encargo, hasta que se quedó dormido y soñó con
                     las muchas maneras de negarse o de huir.


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                            El viernes se despertó sobresaltado y traspirado. El rayo de luz que ingresaba por la
                     ventana sin vidrios de su habitación le trajo un retazo de sosiego. Miró a su alrededor y a unos
                     pasos vio ollas, restos de verduras y huesos que su mamá utilizó en la preparación de la comida
                     que llevó a vender muy temprano. Dio una mirada circular a la habitación y se levantó casi de
                     un salto buscando su reloj.
                            Faltaban cinco horas. Se acercó al grasoso lavatorio y sintió un refrescante alivio al
                     lavarse el rostro con el agua fría. Se miró al espejo y, antes que otro pensamiento se acurrucara
                     en su mente, se dijo en voz alta: «Es hoy, lo haremos todo bien». Se alistó calculando el tiempo.
                     Sacó su mochila de debajo de la cama. Revisó nervioso una y otra vez el contenido cerciorándose
                     que nada faltara. Tiró del cierre. Memorizó el lugar en el que se iba a reunir con el resto de
                     la célula bajo su mando y salió. Luego de las acciones respectivas para evitar el seguimiento
                     continuó convencido de culminar por �in algo en su vida.
                            Pronto apareció una combi que lo acercaría al lugar donde culminaría su misión. Subió
                     a la volada porque el vehículo no se detuvo completamente. A duras penas pudo sentarse por
                     las  bruscas  maniobras.  Mientras  el  trasporte  avanzaba  a  exagerada  velocidad  él  concentró
                     su mirada en las calles, en los transeúntes, en los vendedores de todos los sexos y edades de
                     la gran ciudad; se �ijaba en sus vestimentas, en sus gestos, trataba de descubrir cada detalle.
                     «¿Ellos serían los mil ojos?», se preguntaba. Luego cambió de objetivo, recorría con una mirada
                     fugaz el diseño de las casas que pasaban como apilándose, la proliferación de altos y modernos
                     edi�icios de arquitectura avanzada por la ciudad y en los autos de marcas inalcanzables para él
                     que con hábiles maniobras salían raudos del atolladero del tránsito. Retornó su atención a la   77
                     gente. Intentaba penetrar en las mentes de los peatones, que vestidos formales unos, informales
                     otros, apurados, nerviosos y preocupados se dirigían a sabe qué destinos. Se preguntaba si
                     estarían felices o eran desdichados siendo lo que eran o tal vez esperaban que aparezca en
                     algún momento mejores oportunidades en sus vidas. Tal vez del éxito de su misión dependía
                     el cambio que necesitaban, pensó. Entonces el rostro de su madre y su hermana aparecieron
                     sonriéndole, como golpes de luz. La imagen de ellas despidiéndose en la madrugada de todos
                     los días cargando las canastas con los portaviandas desportillados llenos de comida caliente. La
                     sonrisa ingenua de su hermana menor, el sudor y el ajetreo de su anciana madre.
                            En  tanto,  la  combi  avanzaba  veloz,  zigzagueante,  en  competencia  tenaz  con  otros
                     vehículos  mientras  las  quejas  nerviosas  de  algunas  señoras  pedían  al  chofer  disminuir  la
                     velocidad. A él le agradaba recibir las ráfagas de aire que penetraban por una ventana sin
                     vidrios, pues lo hacían sentir libre y sonrió feliz. De pronto un grito lo despabiló y un golpe en
                     el rostro oscureció todo.
                            Fue uno de los últimos cuerpos rescatados de entre los �ierros retorcidos.


                                                               
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