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Cuentos



                  las sienes con el gatillo ruin de la ebriedad y transito a cuestas con mi lapidaria y agónica so-
                  ledad los mil y un horrores de este in�ierno capitalino al pie de aqueste segundón y sicalíptico
                  milenio. Después me encaramo sobre la cúpula de esta inmensa torre de hormigón y cemento,
                  y medio lírico y melancólico contemplo como un dios iracundo las inmensas veleidades de este
                  infraterno y garrafal mundo.

                        Ya nada original sucede en esta farragosa ciudad infectada de corruptos, chanchu-
                  lleros y contrabandistas del hambre y la castidad sin pitos ni amarras. «¡La vida acaba a la
                  vuelta de la esquina, familia!», rezonga el negro Bodoque mientras le registra a un paisani-
                  to las alforjas en el Parque Universitario. Entonces saca a relucir la navaja y le sonsaca una
                  esquelita a la muerte. Hay hechos que quisiera olvidar y volver a rehacer el bien en mi parte
                  de culpa refrendado por la esquizofrenia de bondad que nunca seduje ni mantuve; idílicos
                  muertos a los que no dije adiós ni pude sepultar ni tuve la paciencia de recordar ni llevarles
                  flores. «¡Hay, perra vida, cuándo te has de acabar...!», le demanda un epitafio el limosnero
                  Eustaquio a su ángel de sepultura en el portal de la Catedral de Lima. Uno estaría todo el
                  santo día repartiendo por las calles su porción diaria de felicidad a manos llenas a cada
                  azote del infortunio –y ganarse a mucha honra el cielo a costa de la abnegación y el marti-
                  rio–; pero después del bitute y el derrumbe de la pajera siesta, despierto como un cíclope
                  sin ojo ni testa en mi cuchitril de estudiante universitario sin curro ni money ni futuro y
                  emborrono con afán desmedido Los impagos del amor a ti debidos poseedor de la alquimia
                  del verso vallejiano y del antídoto para combatir el virus del pecado.

                        Se evapora la castidad del vampiro en frenéticas noches de ilícito ardor en las playas de
                  la Costa Verde custodiadas por los buitres del amor y ensalzadas por lascivos faunos de piel
                  ligera. Entro desde muy temprano por las tres veces coronada villa sin tuercas ni apostolados,
                  segregado de miseria y alcohol infame, y succiono de la �lor del deleite un historial de proezas
                  con una ilusión a plazos en la pequeñez avara de un artista de melena larga instruido en la re-
                  contracultura y en el rescate de la belleza secuestrada. Recorro esta fantasmagórica ciudad de
                  los rotos espejismos con una sed de resaca y un hambre de perros y mis labios resecos apenas
                  murmuran el nombre de esta horrible ciudad más tétrica y neblinosa que la mansión y los do-
                  minios del conde Drácula.


                        Amanece. Aspiro la atmósfera decrépita de esta urbe capitalina acuñada por las huestes
                  del hambre y los e�luvios malsanos de la contaminación y reparto los restos de mi saqueada
                  piedad entre los primeros transeúntes restregados por los rayos del sol en estrechas callejuelas
           80     de antiguos caserones coloniales donde ruedan tricicleros y a�iladores de cuchillos pregonando
                  el cartel full top de sus pobrezas entre variopintas carretillas apostadas en las esquinas con sus
                  carteles de cebiche al paso y caldito de gallina.

                        En la plaza San Martín hay cómicos ambulantes que convocan al ruedo y borrachitos
                  tarumbas enroscados a los portales. Un hombre gordo en guayabera fuma torpemente, se pega
                  al ruedo y se ríe de un chiste de mal gusto. Empieza la primavera en esta megapobre capital de
                  los virtuales prodigios y los pájaros y las �lores rebalsan el ambiente de trinos y albores. Chillan
                  y refulgen los aviones supersónicos de la Armada atados en aires esqueléticos. Alrededor del
                  Congreso de la República patrullan tanquetas y rochabuses de la policía apedreados por una
                  turba de indigentes y huelguistas. Al son de las campanadas de la Catedral de Lima se abren los
                  balcones majestuosos del Palacio de Gobierno y de la Municipalidad de Lima y se les oye a los
                  gobernantes de turno intercambiar saludos e impresiones. Y, entretanto, bajo el sonido marcial
                  de los clarines, el trombón y los tambores, se oyen sobre el asfalto los cascos de briosos caba-
                  llos de pura sangre y luego se observa a través de los barrotes de la Casa de Pizarro el cambio
                  de la guardia presidencial. «Así es la vida que traga la rutina y en costal roto los sueños y afa-
                  nes desharina...», susurra con voz apagada un loco calato arrastrando su patrimonio de latas y
                  cartones por los aledaños del Convento de San Francisco mientras al otro lado del mundanal
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