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Cuentos



                     de los dedos y donde se consagran al blanco los punteadores del culo ajeno. De pronto la gente
                     se sofoca y granputea porque alguien se ladea de costado en su asiento y se ventosea. «¡Aááj,
                     carajo, no se cagen cochinos de mierda!», rezonga un viejo con pataletas de pavo navideño y
                     al toque estira el cogote por una ventana de lunas rotas; las muchachas se sonrojan y se tapan
                     las narices nomás y se pegan a los asientos sin sacar el brazo ni el pescuezo por temor a que
                     los agilísimos choros las arranchen el collar y la cartera desde alguna moto que se desliza so-
                     bre el asfalto de alguna principal y atestada avenida donde asoman los sicarios por sorpresa y
                     acribillan a mansalva a sus distraídas víctimas a plena luz del día. En el Parque Universitario
                     los pasajeros se apean y escupen al suelo soltando una lisura, se persignan y le echan un rezo a
                     la santa patrona de las Américas, después se pedorrean sin asco y apuran el paso apretando el
                     bolsillo, el diente de oro y la cartera.


                           Hay plazas con piletas sin agua bajo un cielo sepulcral suspendido como un plato sucio
                     de cristal sobre playas verdosas de fondos pedregosos con olor a yuyos y a puros albañales. En
                     las plazas principales apenas se tienen en pie los héroes de la patria bruñidos en mármol sin
                     brazo ni cabeza donde hacen su agosto las lolitas y los travestis y donde dan risa los payasos li-
                     surientos y dan miedo los hombres volcanes y los locos tragasables. Entro al damero de Pizarro
                     con las cuerdas rotas en este milenario país en bancarrota y ya ni los dictados de la ley se en-
                     samblan en las neuronas del policía Cachay que se deja sobornar por los caseritos infractores
                     del semáforo rojo y se hace la vista gorda cuando a doña Zulma los pirañitas le arranchan de a
                     cuajo la cartera y la bolsa del mercado.

                           Los guardianes del orden me observan de pies a cabeza como a un ser inútil y despre-
                     ciable. Apenas sospechan que existo pero mi pasaporte está sellado a fuego perpetuo en la
                     cara oculta que los preceptos de la verdad les tiene reservados a los heraldos que pregonan el
                     advenimiento de un «mundo nuevo» donde el amor y la justicia por �in habrán de morar, entre
                     el límite de este oprobioso mundo «del más acá» y el otro sacrosanto mundo «del más allá».
                     En sueños naufragaba con mis despojos de héroe sin laureles ni estrella hacia la isla del día
                     después de la hecatombe, y al alba insurgente de los ángeles cholirrebeldes me sentía como un
                     valeroso Cahuide zurciendo con hebras de amor los corazones que se inmolan por las causas
                     nobles y solidarias. Entonces sentía que un cúmulo de notas se desprendían –como de las cuer-
                     das de una cautiva guitarra–, por los claros derroteros de una nueva alborada.

                           Mañana me alejaré del bullicio y de toda esta mierda y me iré a pasear por los acantilados
                     de la Costa Verde. Me olvidaré de todos los esperpentos de mi pasado y me echaré sobre las
                     arenas de la playa como un fauno a tomarme una siestecita. Después correré al compás de las   83
                     olas hasta hundirme poco a poco tras el sangrante sol del ocaso en busca del refulgente hori-
                     zonte del otro lado y con mucho gusto me hincharé los pulmones de sal fresca frente a un alud
                     de gaviotas desenterrando los secretos del mar a picotazos...

                           Segunda semana sin salvar el naufragio y no escampa la mala suerte. Adiós, Jackelín,
                     sangrante  cordón  umbilical  que  aún  me  une  a  este  fantasmagórico  reino  de  las  ilusiones
                     perdidas...








                                                                
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