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Cuentos



                  como triste legado el patrimonio virtual de la esperanza a �in de sonreírle a la deplorable situa-
                  ción y así poder contrarrestar a la censura de la a�licción y la condena».

                        Mi novia tenía la piel hecha palitos de fósforo con adicción a payasitos y la sonrisa audaz
                  como el vuelo de un columpio; justiciera como un fusil de paredón al alba y deslumbrande
                  como un anillo en el pulgar del disparate. Una noche le puso precio a las estrellas descolgando
                  mis despojos del madero cruel de la impudicia, pero al paso asolador de los cuatro jinetes del
                  apocalipsis peruano, me desaposentó para siempre de la vorágine sensual de sus piernas ta-
                  sadas en cien mil quilates de impuros esplendores. Ahora le sonsaca unos piropos a la amable
                  concurrencia y todas las noches en la barra del Queirolo o en las mesas del Palermo los curtidos
                  bebedores le ensartan un billetito de diez soles en el insaciable ojal del desconsuelo; es la reina
                  sin corazones en las discotecas y bares de la Plaza San Miguel y la experta del cornetazo, la tar-
                  jeta visa y el carrazo Audi con rumbo a las playas de la Costa Verde.

                        Durante años repartí mis urgentes proclamas e incendiarias poesías en volantes y pla-
                  quetas de cifradas profecías que siempre fueron a desembocar a los desaguaderos del mar
                  junto a Atalayas, jebes rotos y tiras de papel higiénico. Noche tras noche, tirado sobre un viejo
                  jergón de profundas abstracciones, construía unos ojos sin rostro para los ensamblajes del
                  amor que miran directo hacia las frondas secretas del corazón.

                        Es octubre, mes morado, y Lima es un hervidero de turistas, choros y terrucos; las no-
                  ches huelen a choncholí, a anticuchos y a choclitos con ají; los tricicleros se �letan de turrones
                  doña pepa y las iglesias relucen a pie de calle sus ferias de inciensos, relicarios y estampitas.
                  Es el mes más intranquilo; hay mosquitos, temblores y apagones. En los bancos de los parques
                  los borrachitos dormitan lamidos por los perros frente a una turba de meretrices y travestis
                  toqueteados por mugrosos pirañitas en desvelo. Suena el satángelus en la Catedral de Lima y en
                  la avenida Tacna resuenan con fervor los platillos, el trombón y las trompetas. Entonces los de-
                  votos se detienen con la cofradía del Señor de los Milagros entre los sahumerios y las cantoras
                  y los pétalos de �lores, y esperan a que al Cristo morado se le remueva el sentimiento y desde
                  su anda decrete al champú el perdón de los pecados: que no se dispare el dúlar como cohete
                  de la Nasa y que los explotadores sinvergüenzas regresen al toque del extranjero al país de las
                  maravillas y les devuelvan a todos los peruanos empobrecidos los pingües y múltiples recursos
                  robados al honroso sudor de su trabajo. «Por favor, señores ministros y parlamentarios, más
                  respeto y consideración con las clases pobres», se le oye bramar desde el púlpito al arzobispo
                  Aniceto frente a la cúpula de ministroides del gobierno. «En este país, señores, la vida vale un
           82     puro carajo», clama un periodista controvertido en un programa televisivo de máxima audien-
                  cia. «¡Verdacito, papacito!», sacuden las cabezas como sonámbulos autómatas en sus hogares
                  las huestes trinchudas del vasto populorum.

                        Después del ritual y las ofrendas al Cristo de Pachacamilla, los representantes del pue-
                  blo comulgan en �ila india y se suman al sofocante cortejo de la multitudinaria procesión que
                  se desparrama por todas las calles y plazuelas del Cercado. En la Iglesia de Las Nazarenas las
                  turbas de feligreses se arrodillan con ceñudo semblante; descargan con ardor el pesado bulto
                  de sus pecados y a base de rezos y lamentos se espantan los malos y tozudos pensamientos;
                  salen a la calle con el alma recién alcanforada y a paso �irme se mezclan entre los turistas y
                  viandantes soltando caritativas limosnas a las serranitas y a los harapientos mendigos y luego
                  arrojan monedas y papelitos secretos en el pozo de los deseos de Santa Rosa de Lima en esta
                  loca procesión y milenaria proliferación de santos milagrosos, virgencitas lloronas y brujitas
                  resucitadas antes del Juicio Final. Los feriantes en las plazas cantan bingos y loterías amañados,
                  manejan con destreza la suerte del mono y las cajitas de fósforos ante los ojos chispeantes y
                  las trinchudas cabezas parlantes en esta ciudad del infame «paquetazo» con sus ratoneras de
                  edi�icios cutres y sus pistas rotas y desiguales donde trastumban los microbuses atestados de
                  pasajeros como latas de sardinas, apretujados por los rateros que trabajan con el arte sigiloso
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