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Cuentos


                     ruido secretean a solas el silencio y las palabras: «La poesía es un bar entre mi casa y el cielo. Ahí

                     recalan los poetas ebrios a llorar el veredicto de sus desamores y desgracias», declama con voz
                     aguardientosa un poeta aplaudido por un corrillo de artistas bohemios caídos en desgracia en
                     el bar Cordano frente a la estación Desamparados.

                           Pero a pesar de todo la vida en la Cochinlima es mofostra y de putamadre, recontra cutre
                     y vacilona durante el día, pero ya de noche se achoran sus plazas y sus bares y se emputecen sus
                     paseos y sus calles con mil atracos y diez mil broncas y borracheras y algún que otro secuestro
                     y brutal asesinato. Los bancos y las tiendas comerciales sepultan en vida sus transferencias y
                     mercancías durante los paros y las huelgas por el temor a los saqueos y a los robos en nombre
                     de la triste y roñosa carestía y de repente los calatos trinchudos del montón se espantan y
                     corren al alimón con el apagón, el toque de queda y el ¡booom! ¡booom! de los coches bomba.

                           Al saque las cuadrillas de yonquis y pandilleros despiertan de su letargo y se frotan las
                     narices y a�ilan con campante maestría sus refulgentes cuchillos. Los mercaderes del venéreo
                     o�icio pregonan y abanican ensalmos de lujuria sobre los amantes del cine porno y los burdeli-
                     tos sidosos del jirón Cailloma y La Parada. Por todas partes se multiplican los trileros de la co-
                     dicia amparados por los expertos tasadores de la felicidad en ciernes, y por lo bajo nomás y sin
                     control los comerciantes desempaquetan productos de contrabando y enrollan al dedo deudas
                     y anhelos de escaso mérito en almacenes clandestinos de dudosa mercancía.


                           El hombre gordo de la guayabera ya no fuma, escupe en las losetas sucias, se limpia el
                     sudor con el dorso de la mano, les mira con disimulo el trasero a las chicas del jirón de las
                     Unión y en sus rapaces nidos de lujuria las tasa y las engrapa en el poto el precio con una
                     etiqueta, le guiña un ojo lechoso al ciego de escapularios y loterías, se acomoda con descaro
                     la abultada bragueta palanquera y luego se sube a una combi con rumbo a los chongos de
                     la Nené o el Trocadero.

                           Es la festividad de la rosa infecta y el falso tumi de oro que endulzan y pregonan los labios
                     de la oscura guadaña calatrina en esta condenada ciudad del compulsivo relajo y el bendito
                     carajo donde pronostican los videntes el porvenir a plazos y saltan a la palestra los predica-
                     dores de la felicidad eterna y la belleza recobrada boicoteados por las insumisas trocalocas de
                     alquiler y fandango.

                           «¡Apostamos por un gran cambio en democracia, señores del curul y el bla bla bla. Abo-
                     rrecemos el terrorismo y la represión de Estado; pero sin nuevos programas y urgentes re-   81
                     formas, nos importa un pito el santo orden!», protestan en tromba frente al Congreso los es-
                     tudiantes universitarios, abren sus mochilas repletas de proyectiles y petardos, y el dirigente
                     Sulca, paladín del hambre y pletórico de celebérrima pobreza, arroja la primera piedra contra
                     el rochabús y las tanquetas de la policía. «¡Ay, carísima y funesta dalina, con qué fervor cons-
                     tante aún contemplo sobre la impía marchitez del tiempo el fulgor inviolable de cada uno de los
                     átomos de tus incomprendidos deseos, fatídica Salomé de los estrujados velos!»

                           Demasiada reverencia a la conformidad y el pesimismo zozobra ante la intolerable de-
                     gradación de la justicia en los grandes quehaceres de la vida: ora atroz e impune como una
                     masacre de campesinos o una fosa común en la ignota serranía, a deshora misteriosa como
                     una lista de desaparecidos en la universidad de La Cantuta y a hora punta pavorosa como un
                     asesinato a mansalva en los Barrios Altos o un cochebomba en cualquier embajada o ministerio
                     público de Lima. Salgo a pasear a medianoche con el azote del insatisfecho cupido y el hervor
                     del alcohólico vampiro por el óvalo del melody Mira�lores y el pulcro Barranco de mil amores
                     y a escondidas repaso las recetas sediciosas de mi profe psicoloco: «... que los engranajes y los
                     dictados de la maquinaria del ogro globalizante nos con�iscan las conquistas de la libertad y
                     el progreso, se apropian a manos llenas de nuestros recursos y derechos, y apenas nos dejan
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