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Cuentos





                  Antonio Ureta





                                                        Trinitaria






                        Con Julito Shoshe siempre hemos compartido gustos y azares, sobre todo desde aquella
                  mañana de vacaciones, cuando Trinitaria irrumpió por primera vez, pateando con insolencia
                  nuestras canicas, y luego, con invites de sensualidad y ternura, jugando a las escondidas, esca-
                  pó de nuestra persecución, dejándonos embobados para siempre.
                        Desde entonces se le veía triste a mi amigo, y empezamos también a descuidar los juegos.
                        Y él me decía:
                        —¿Pasa algo?
                        —No, no, nada —le respondía.
                        Pero, dentro de mis sentimientos, todo lo que yo quería era ver otra vez a Trinitaria, sa-
                  lir, clamar su nombre, cuando en las noches creía haberla visto relumbrar en mi ventana o en
                  medio de la habitación.
                        Otro día nos cayó de pronto, en medio del círculo que hacíamos, atrás del barrio,
                  apropiándose de nuestros trompos para tirarlos lejos, hacia el desagüe de los baños, y en
                  seguida partir a la carrera como una diablilla entrenada. Lo mismo hizo tiempo después
                  con nuestra pelota en pleno partido, justo cuando íbamos a meter gol. Lleno de furia Julito
                  puso toda la velocidad de un jet en sus piernas flacas para atraparla, pero Trinitaria era
                  simplemente inalcanzable.
                        A estas alturas de sus burlas, convenimos en que no nos quedaba sino estar alertas, para,
                  en cuanto la viéramos, rodearla, pedirle cuentas.
                        Trinitaria era al comienzo apenas un vientecillo travieso; luego, en el andar de los meses,
                  se fue haciendo una �igura perturbadora, pero maravillosamente necesaria en nuestras vidas.
                  Ya no la rechazábamos, la queríamos tener entre nosotros, hablarle, escuchar su voz, tocarla.
                  Mas, ella había desaparecido. Nosotros la extrañábamos, aprendimos a esperarla bien peinadi-
                  tos y limpios, plantados en las esquinas. Temíamos haberla espantado para siempre.
                        Andábamos con los deberes incumplidos, las mamás nos arriaban adentro de la casa
           84     con gritos y correazos. Nos estábamos convirtiendo en unos muchachos despistados y has-
                  ta rebeldes.
                        Es que no pensábamos sino en Trinitaria.
                        La callada exhalación de su nombre se repetía hasta el aturdimiento en el desayuno,
                  durante los mandados, en medio de las clases y aun en los exámenes. Jubilosa, triunfal, Trini-
                  taria otra vez nos rondaba, lo sabíamos, seguramente para asaltarnos con declarado desa�ío,
                  en donde y cuando se le antojara, enloqueciendo el corazón, no sólo de nosotros, sino de todos
                  los mozalbetes.
                        «¡Trinitaria, Trinitaria!», era nuestra invocación desesperada, y nada más que restos de
                  inciensos y azucenas quedaban, tras su visión fugaz.
                        Luego, cada quien fue haciéndose de amigas y enamoradas. De Trinitaria nos habíamos
                  olvidado, o quizás, en añoranza de ella, estábamos ahora locos por alguna muchacha.

                                                             ***


                        Fue un lunes. Caminando, iba componiendo mis prendas y pasándome el peine para ver
                  a Judith, la chica de la pensión. A la señora Inés, su madre, ese día le estaba llevando bollos,
                  queso, guindas y nísperos. Con productos traídos de mi pueblo me hacía querer. En todo ese
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