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Cuentos





                  Aarón Alva




                                                   Llámame mañana







                        —Desgraciada… —dijo Tony.
                          Iba con las manos en los bolsillos, cabizbajo y apenas dando pitadas al cigarro en sus
                  labios. Los faroles del Jirón de la Unión parpadeaban borrosos, envueltos entre gotas de lluvia
                  y neblina que danzaban a su alrededor.
                          —Caballero, hermano, así son las �laquitas —dijo Kike—. Les gusta panudearse como
                  panal de abeja, te zumban con sus encantos, pero cuando les caes, zas… te clavan su aguijón del
                  «no».
                          Tony escupió y lanzó el cigarro con fuerza.
                          —Si me hubiese dicho que sí, ahorita mismo estaría con ella paseando de la mano… y
                  no congelándome contigo en este frío de mierda.
                          —Es que tú eres demasiado iluso. Todavía piensas que con regalar poemitas, cartitas y
                  huevadas por el estilo, la vas a hacer con las �lacas. Y cambia esa cara de una vez, el mundo no
                  se acaba y la noche tampoco. Vamos a tomarnos unas chelas acá al Imperio. Te pongo un par.
                          —El mundo no se acaba… eso lo dices tú, con tu carita bonita y tu sonrisa de galán.
                  A ver, a ti ¿cuántas veces te han choteado?
                          Kike no dijo nada. Esbozó una sonrisa comprensiva y palmeó el hombro de su amigo en
                  señal de consuelo. Llegaron hasta la plaza San Martín. Un grupo de punks se tambaleaban ebrios
                  bajo la estatua central y, a un lado, la voz sorda y cansada de un sujeto algo mayor prorrumpía
                  en achaques contra el Estado. Casi no había turistas y los serenos que deambulaban silenciosos
                  por entre los jardines parecían estatuas del ambiente nocturno.
                          Cruzaron  hacia  el  jirón  Carabaya  y  se  detuvieron  bajo  lo  que  parecía  una  pequeña
                  bóveda  oscura.  El  marco  estaba  torpemente  adornado  con  papel  plateado  y  en  el  interior,
                  diminutos focos de colores iluminaban una escalera angosta por la que subía un débil humo de
                  discoteca. Un robusto guardia de polo negro cuidaba el lugar.
                        ―Ya está, llegamos —dijo Kike—. El famoso Imperio. A ver si lo conquistamos, compare.
           88     ¿Se paga la entrada?
                        —Cinco soles —dijo el guardia, sin mirarlo.
                        ―Ya dos.
                        ―Deja, deja, yo pago ―dijo Tony al verlo sacar su billetera―. Tú vas a poner dos chelas,
                  deben costar más de cinco lucas.
                        El guardia recibió el dinero y les colocó un brazalete fosforecente en la muñeca.
                        Adentro, la oscuridad era vencida por destellos de luces sicodélicas que bailaban entre
                  las volutas de humo. A un lado de la escalera,  una pequeña barra estilo vintage era atendida por
                  una menuda chica de pelo corto y cara torcida a la que pocos habrían sacado a bailar. Había una
                  que otra mesa circular donde a lo mucho entrarían tres personas. Pero lo que más llamaba la
                  atención era un grupo de viejos muebles arrimados contra la pared, cuyos respaldares estaban
                  cubiertos por carcasas de autos clásicos. Por lo demás, todo lucía como en cualquier discoteca.
                  Unas pocas parejas hacían notar que la pista de baile era amplia, como la mitad de una cancha
                  de fulbito. La voz de Federico Moura terminaba los últimos versos de «Pronta entrega» para
                  ceder el paso a «Persiana americana».
                        Ambos se quedaron parados un momento al costado de la barra, como inspeccionando
                  el local.
                        ―Nada mal, ¿ves? ―dijo Kike.
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