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Cuentos
seguir el amor, deja más bien que te persiga —sentenció, con una risita burlona—. No conozco
a ninguna Trinitaria, pero averiguaré. ¿Quieres que sea tu mensajerita? ¡Por eso me habrás
estado dando y dando mostaza!
Nunca tuve siquiera indicios del paradero de Trinitaria. Todo eran frases sin camino y
chanzas de aquella mujer.
Volví a la pensión.
Mi larga ausencia hizo que me presentara con inusitado aplomo y al rato le estaba decla-
rando a Judith lo mucho que la había echado de menos.
—Te amo, Juditcita —me despaché.
—Yo también —dijo ella, plantada frente a mi, limpiando mi mesa, esperando que le en-
tregara mi declaración completa.
Llegaba temprano, la ayudaba en las mesas. Pronto la señora me tuvo como novio con-
sentido de su hija.
Pensando en mi futuro con Judith y nuestro hijo, que estaba ya por venir, empecé a ir de
contrato a algunas �iestas. Julito Shoshe se me había unido con el violín. Por suerte, todo el año
teníamos efemérides y �iestas patronales en el valle.
Fue también cuando Trinitaria, como una diosa imposible de resistir, volvió a invocar
mi devoción, aun en presencia de Judith. ¿Se me estaban zafando de nuevo los sesos? ¿Hacerle
esto a Judith?
Una mañana volví a ver a la Chunquita y, al echarle una moneda en su sombrero, en-
contré un papelito, donde rezaba: «Si usted tiene buenas intenciones, aprovechando que es
músico, debe venir para el santo de mi hermana. Ahí puede hablarle de nuestro amor, quizá la
convenza».
Aunque poco me comentaba de sus cosas, a Julito Shoshe yo sí le con�iaba a menudo mis
divagaciones, como decía él. Ese día no le mencioné el nombre de Trinitaria; solo le hablé de
una �iesta y lo inquieté para que me acompañara con el violín.
—Bueno —dijo él—, iré.
—Estarás puntual entonces.
Agarrado mi clarinete, lo esperé donde convenimos. Aquel era un lugar de piedras, pam-
pa nomás. Desde allí íbamos a subir hasta la calle en la cual vi a Trinitaria.
Ya eran como las ocho y no llegaba Shoshe. En esa parte de la ciudad no había luz eléc-
trica. Medio que me entró temor cuando de aquí, de allá, se alzaron alrededor de mí unas cabe-
zas alargadas y volvían a levantarse y bajarse. Estaba esperando demasiado. Con esas cabezas
apareciendo y desapareciendo, estaba listo para partir a la carrera, viendo por dónde salir sin
tropezar.
¿De dónde se apareció? Trinitaria avanzaba vestida de cotón negro, con un fulgor
86 propio en su rostro. Apenas se detuvo ante mí, alzó el brazo para cubrirme con el ala de su
lliclla, y ya estaban sus labios ardiendo sobre los míos, cuando en seguida, amparando su
pecho con los brazos recogidos, me rechazó para quedar en silencio, con la cabeza mirando
el suelo. Había venido hasta aquel lugar sólo para besarme con pasión irracional y, ahora,
nada más que movía su cabeza, agitando sus aretes de plata, cuyas piedrecillas dejaban
escapar finísimos haces de fuego.
—Ella no es Trinitaria, sino yo —dijo.
No atendí a lo que me decía, sino a mi urgencia varonil. Di unos pasos; busqué en la os-
curidad un sitio en el suelo para los dos, la toqué con tiento y la recosté, como a un ser sin vida,
y me llegué junto a ella. Rodeó lentamente mi cara con sus manos largas y tibias, empezamos a
besarnos muy dulce y apasionadamente, pero cuando la quise tomar con más intimidad, ya se
había escurrido de mis caricias y apremios.
—Mi hermana me espera —dijo, parada a una distancia—. ¡Ah, te digo: yo soy Trinitaria,
no ella, con la que has estado tratando! En todo el valle tenemos hermanas igualitas, pero, para
ti, seré diferente. A mí nomás venerarás—. Y se fue.
Me dejó tieso, sudando frío, con las piernas hechas alambre.
Al día siguiente, cuando recobré la conciencia, había dormido yo entre llamas y guanacos
que no dejaban de protestar por mi presencia.