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Cuentos



                     tiempo, mientras Judith me acercaba la comida humeante, quería declararle cosas, que estaba
                     enamorado, que la quería. Ella, adivinando mis deseos íntimos, demoraba su presencia lim-
                     piando y relimpiando mi mesa. Pero cómo decirle. Sufría por hacerle conversación. Nuestras
                     simpatías avanzaban entre miradas y sonrisas tentativas.
                           En eso estaban mis pensamientos ese día a un paso de su puerta, cuando alguien se in-
                     terpuso ante mí.
                           —¡Judith! —dije, espantado.
                           Sólo ese nombre reinaba en mi mente. Apenas había dejado de verla el �in de semana, por
                     irme de viaje a mi tierra, y ella se había hecho una muchacha  in�initamente más hermosa. Qué
                     temple, qué delicia. Quedé atrapado ante esos ojos inmóviles, mientras sus labios, sin sonreír,
                     enloquecían mis sentidos. Su rostro parecía hecho del mejor barro de las abras de Ayaulí, con
                     el que Dios logró su obra. Era, en sus trazos y colores, una presencia para adorarla, tocarla con
                     los dedos y obtener la dicha eterna.
                           «¡Judith!», volví a pronunciar, como solicitando su salvación; balbuceé algo sobre mi
                     amor, pero, ante mi vista, mi criatura amada se desvaneció por una calle de bajada pronun-
                     ciada.
                           Empujé la puerta de la pensión. Judith, sorprendida, apurada secó sus manos para aten-
                     derme con esa sonrisa breve y recatada. Al instante decayeron todas mis ansias de hablarle
                     y serle interesante. Aquellas mínimas gracias con las que me atendía, fruto de mis trabadas
                     palabras de todos los días, no eran ya nada para mí frente a aquella fulgurante aparición que
                     acababa de sufrir, apenas unos instantes.
                           No había sido Judith, por supuesto, la que me saltó a los ojos. Había sido Trinitaria. Nunca
                     me dejaría en paz.
                           Hasta ahora, que ya somos mayores, sacude de su letargo a cualquiera. En las altas horas,
                     ni bien alguien clama «¡Trinitaria!», las calles desmedradas vuelven a ser andadas, las esquinas
                     resguardadas y los bares exigidos.
                           Esa vez regresé a mi habitación con el corazón encabritado, preguntándome cómo era
                     que yo mudara de sentimiento por alguien que se aparecía cuando le daba su real gana.
                           Esa misma noche, en sueños, me soltó aquel fogonazo:
                           —Hoy sólo para ti he levantado mis ojos, ahora vivirás para mí. Habla con La Chunquita,
                     ella te guiará hacia mi casa.
                           Sin que amaneciera del todo, salté de la cama, hice el aseo de mi cuerpo, me eché olores,
                     escogí las prendas de domingo y salí disparado en busca de La Chunquita, quien seguramente
                     me facilitaría el encuentro con Trinitaria.
                           Con varios ciegos me encontré en el camino. Era día de pago, mucha gente necesitada,
                     venida de los pueblos cercanos, aun de la capital, iba a sentarse a la entrada de la fundición a la
                     espera de que le cayese una propina. Madrugadoras son estas almitas, y son, también, últimas   85
                     en recogerse en algún rincón. A unas cieguitas les di su monedita y las seguí, a ver si me lleva-
                     ban a donde mi amada. ¿Pero con qué persona ciega tenía yo que tratar? Ninguna resultó ser la
                     anunciada Chunquita.
                           Estaba otro día haciendo mis compras donde la bodega Chambillo, cuando sentí un tier-
                     no jalón de la manga. A mi lado, sentada en el suelo, había una mujer menuda, de aspecto re-
                     sabido. Levantó el rostro para mostrarme sus ojos clausurados. No contestó ninguna palabra.
                           La seguí hasta la esquina, la misma en donde se me apareció Trinitaria, y, como ella tam-
                     bién, se esfumó en la oscuridad del callejón.
                           «Todavía no se conoce a un ciego que no sea parlanchín; irá seguramente, aparte de a
                     recibir alguna comidita, a conversar, a chismear acerca de mi persona», me dije.
                           Durante días, cada vez que me la encontraba, le di unos centavos diciéndole: «Hoy por ti,
                     mañana por mí, ruega por Crisóstomo de la Cruz, músico». La ciega recibía nomás, poniéndome
                     su carita de contenta.
                           Hasta que un día le cogí la mano.
                           —Toma este sol —le dije—, esta fruta y este puñado de coca y sálvame. Estoy muriéndo-
                     me por Trinitaria, a quien siempre visitas. Quiero verla, quiero tenerla.
                           —Ay, pichoncito  —habló la mamita, adivinando mi semblante—. En vano haces en per-
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