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Cuentos
De Trinitaria luego nadie me dio razón, salvo una persona, que dijo haber visto a unas
jóvenes, disfrazadas de reinas, abordar el primer carro que salía para Sapallanga, a las celebra-
ciones en honor de Mamacha Cocharcas. Hasta esa hora estaría Trinitaria bailando, comentan-
do con sus hermanas acerca de nuestro encuentro, lo más alegre, lo más feliz, dije.
Cuando pensaba en lo de aquella noche, me relamía los labios y hallaba restos del re-
suello de su boca, trascendiendo a keqmillo recién masticado, eso que las ancianas precavidas
solían, antaño, dar a las vírgenes para que los añadan a sus besos y así enardecer la pasión de
su amante. Me los refregaba, por miedo a que Judith descubriera aquel prohibido sabor en mi
boca. Pero mi mujer parecía habérselos apropiado al primer contacto, besándome, desde en-
tonces, con pasión desconocida.
Lindas cartas aprendí a escribirle a escondidas. Días enteros gastaba a la espera del carro
que venía de Huancayo. Ese carrito fue el testigo de lo que en secreto sufrí en aquellas horas.
La cieguita Amanda —así se llamaba esa almita— me sosegaba:
—Uno de estos días se te aparecerá, como se aparecen los recuerdos en el momento
menos esperado.
Con su cara apenas tocada por el desengaño, así hablaba; sin embargo, algo, dentro de mí,
me decía: «Deja de escribirle ya, tonto eres, más se reirá de ti». Pero con más ganas le escribía.
«Quizás en una de éstas se me presenta», suspiraba.
Y se me presentó, desnuda, metida entre mis sábanas, cuando una noche jugábamos con
Judith, poniéndose en lugar de mi esposa.
—Y ¿por qué no fuiste al santo de mi hermana? ¿Cuándo vendrás a verme, ingrato? ¿Qué
esperas, por qué no vas a pedir mi mano? —me iba susurrando, a la vez que, con juegos osados,
desataba todos mis deseos con un empuje potente, imparable, hasta terminar en el piso.
Como pudo, Judith, sobándose la cabeza, entre risas, me ayudó amorosamente a levan-
tarme, saciada con mi brutal emprendimiento nocturno.
Tiempo después, me volví a encontrar con Julito Shoshe. Estábamos en medio de la gran
huelga metalúrgica y se alistaba una marcha de sacri�icio para llevar los reclamos hacia la capi-
tal. Nuestro hijo tenía un año y medio, y Judith esperaba el segundo.
—A pesar de todo, a ustedes no les va tan mal —bromeó Julito Shoshe.
La vida era dura, para cualquiera, pero la luchábamos con Judith. Sí, éramos felices.
Julito se iba a probar suerte a Marthunel. Había comprado toda clase de �lores traídas de
las colinas de Tarma.
—Son para la Trinitaria, la adoro —dijo.
—¿Trinitaria? —preguntó Judith, alertada, mirándonos como a dos cómplices.
Medio nervioso, �ingiendo urgencias, apuré la despedida. Pero el tonto de Shoshe me
retuvo de los brazos.
—Tú la conoces, Trinitaria es juguetona, pero sabe molestarse también —añadió, y ha- 87
ciéndome un guiño, se apartó para subir.
Le hicimos adioses.
—¡Pues yo también conozco a Trinitaria, y a su hermano, un tremendo, como ella! —de-
claró mi mujer, con sus ojos cargados de pasión.
Jamás pensé que tuviese un hermano.
—¡Tengo hambre! —exclamé.
Ella apretó mi mano y apuró el paso, conocedora del hambre que teníamos.