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Cuentos



                     esa que los ganaderos aprovechan por su calidad nutritiva y fresca. Se trataba de una ondulada
                     vertiente que ponía a prueba la destreza o habilidad de los conductores de movilidades pesadas
                     y ligeras. Y allí se estaba aproximando.
                           —A  la  unidad  correspondiente  que  cubre  la  ruta  Arequipa  a  Camaná,  repito:  Se  viene
                     reportando un cuerpo no identi�icado a la altura de La Quebrada del Toro. Con�irme los reportes.
                     Cambio.

                           —Entendido, colega. Cambio… —Volvió a sonreír.
                           —Con�irme de inmediato cuando haya llegado a la zona para asistirlo con una ambulancia…
                     Mantenga la radio activa. ¿Me copia?.


                           —Claro y fuerte, Control. Claro y fuerte… —dijo alegremente.
                           La operadora de Control era una mujer soltera, simpática, con una voz muy sensual.
                     Le encantaba atender sus ordenanzas por la radio, como diligencias en nombre de un amor
                     platónico. Cada vez que la escuchaba, asentía que así debía sonar la voz de una esposa, pero
                     no la tenía; por eso venía congraciándose con ella desde mitad de año. Ella «podría ser, podría
                     ser…». Sin embargo, estaba lejos el día de su resolución.

                           Ya estaba bastante cerca del punto de reconocimiento asignado como para continuar
                     fabulando. Puso el pie en el freno al aproximarse a la primera curva de la famosa quebrada que
                     iba en dirección a las playas del litoral.

                           A las dieciséis horas su ansiedad iba a desaparecer del todo.
                           Cuando llegó, sólo media hora después de la última llamada de Control, el o�icial Rogert
                     vio el lugar donde varios conductores reportaron el cuerpo, sin detenerse a con�irmar nada.
                     La ausencia de automóviles por la carretera hizo que el o�icial centrara su observación en una
                     escabrosa reunión de cinco u ocho gallinazos; estos arremetían contra un cuerpo oscuro y
                     sanguinolento del lado izquierdo junto al rocoso cerro, justo detrás de una curva.

                           Se estacionó peligrosamente lo más lejos posible del asfalto, a su derecha, con riesgo
                     de caer al precipicio de la quebrada y bajó a revisar el cadáver haciendo chi�las y sacudiendo
                     las  manos  para  que  los  gallinazos  volaran  y  abandonaran  su  necrófaga  actividad,  pero  los
                     vultúridos no tenían planeado abandonar el cuerpo. Con sus alas batiéndose en equilibrio, lo
                     cubrían y picoteaban brutalmente con la única oportunidad que tenían de pasar la noche con el
                     buche lleno; no parecían notar la presencia del o�icial que alzando su garrote hizo el ademán de
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                     golpearles. Unos cuántos, alzando sus cabezas ensangrentadas entre negras plumas, le vieron
                     y le ignoraron continuando con su festín.

                           El  o�icial  no  podía  creerlo,  así  que  decidió  acercarse  lo  bastante  cerca  para  que  los
                     gallinazos huyeran, pero contrario a lo que pensaba que iba a suceder, uno de ellos se percató
                     de sus atrevidos pasos y saltó fuera del grupo, dándole un picotazo y rasgando el pantalón de la
                     Policía Nacional del Perú. Su cólera fue tal que el plumífero llevó la peor parte cuando el o�icial
                     bajó el garrote, balanceándolo violentamente para defenderse; el impacto se oyó sordo como si
                     un pequeño cráneo estallara; el cuerpecito del ave quedó tendido a un lado de la carretera cerca
                     al precipicio y sus compañeros de faena alzaron las alas al comprender el peligro que corrían,
                     dejando expuesta la auténtica forma que tenía el cuerpo. Era un ternerito o tal vez una cría de
                     burro que tuvo el infortunio de apartarse de la manada que andaba pastando sobre alguno de
                     esos cerros, y debió bajar de forma accidentada con el infortunio de ser golpeado por algún
                     vehículo. Siempre sucedía, y el uniformado se alivió de no encontrar un cuerpo humano, al
                     menos éste no lo era, la forma del cuadrúpedo había desvanecido la ansiedad cargada cuando
                     bajó del auto.

                           No quería perder más tiempo en ese lugar, corrió a su movilidad y abrió la puerta para
                     usar la radio.
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