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Cuentos



                        ―Aquí la unidad… ¿Me copia? ― transmitía, viendo el cuerpo.
                        —Le copio, unidad… ¿Ya llegó al lugar de los hechos? ¿Cuál es la situación?

                        ―No  hay  ningún  cadáver  humano.  Aparentemente  es  un  mamífero  no  identi�icado.
                  Cambio.
                        —¿Le escuché bien? Me dice que  se trata de un animal. Entonces no será necesaria la
                  ambulancia. Con�irme.

                        Sentía como si oír esa voz fuera lo único que quedaba por hacer en el mundo y no había
                  tiempo  para  más  respuestas.  Aquel  timbre  hermoso  y  delicado  luchaba  en  su  cabeza  por
                  zafarse del otro que trataba de ahogarlo, un sonido ensordecedor que ya no le permitió oír
                  nada más, un alarido monstruoso acompañado de un claxon que ya no deseaba oír, sólo que
                  acabara pronto. «No lo puedo creer, no puede estar pasando», pensó.

                        Aunque hubiera frenado en seco desde antes de doblar la curva, el tráiler, cargado de
                  cientos de bolsas de cemento, no hubiera podido evitar llevarse de encuentro a la unidad
                  policial estacionada en su carril. El peso del vehículo grande empujó al precipicio al más
                  pequeño, y el cuerpo del oficial Rogert, con algunos miembros cercenados por el impacto,
                  rodó al abismo, mezclando su sangre con la tierra de la quebrada.
                        Cuando el ruido del tráiler se alejaba huyendo entre las curvas de la carretera, la vida
                  del oficial ya había expirado; aunque Control emitiera preguntas desesperadas mediante
                  una radio descolgada que ya nadie oía. El auto patrulla había ido a parar cincuenta metros
                  hacia abajo, abollado y sin la puerta a la que el oficial Rogert  había apoyado sus últimos
                  segundos  de  existencia.  Su  cuerpo  reposaba  ahora,  boca  arriba,  con  los  ojos  abiertos  y
                  enrojecidos,  tal  vez  por  algún  traumatismo  o  por  el  reflejo  del  cielo  rojizo  de  la  tarde
                  que aún no acababa; parecía contemplar las nubes limpias que venían del mar o las aves
                  que  había  aborrecido  algún  par  de  minutos  atrás,  y  sí  que  parecía  verlas  revolotear  en
                  una espiral descendente, cada vez más cerca de él, sólo que ahora estaba indefenso. Los
                  gallinazos olvidaron el cuerpo anterior y se concentraron en la fresca escena, porque el
                  oficial ya no tenía brazos para golpearles con el garrote.





                                                            
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