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Cuentos
la celebración mítica reeditan lo que pasó en los inicios o, incluso, antes; es decir, en un tiempo
sin tiempo. En ese relato, o esa celebración, quien participa se sale del tiempo. Esto me pasa
cuando me contacto con mis amigos de San Marcos de los ochenta, a quienes no veo �ísicamente
desde hace más de 25 años: a través del Face los veo como personajes de un mito. Seguramen-
te me confundo, porque, de hecho, ya no son los mismos. Ya han de ser, ahora, personajes del
tiempo.
***
Bella como una diosa clásica
¿A San Marcos también lo venció el tiempo? A �ines de los años noventa, fui a la ciudad
universitaria. Evidentemente, había cambiado: las paredes ya no hablaban más; ahora eran
simplemente bloques de concreto bien pintados y limpios. Ya no era más mi casa; alguien la
había comprado y hasta colocado vigilantes a la entrada. Dejé mi DNI y pasé. La vista estaba
hermosa: cuidadas plazuelitas ponían el verde a ambos lados. Un centro de ordenados módulos
ofrecía artículos de escritorio y fotocopias. ¿Quién cobraría ahora el alquiler? En los años en
que yo estudiaba ahí, cuando las fotocopias no eran baratas como ahora, había una fotocopia-
dora en el diminuto local del Centro de Estudiantes de Literatura (el CEL), en el patio de Letras.
El dueño de la máquina pagaba con fotocopias para los estudiantes de la escuela. Nosotros no
pagábamos nada, y así podíamos leer los textos que nos asignaban los profesores; textos actua-
lizados de teóricos norteamericanos y europeos, que, de otra manera, habría sido imposible
leerlos y cumplir con las evaluaciones.
Luego empezaba el pasaje. A un lado todavía se encontraba el Bosquecito, pero algo di-
ferente: se veía hermoso, ordenado, bien cuidado, un paisaje ameno de las bucólicas clásicas.
Recordé el Bosquecito de los ochenta: desgreñado, paisaje romántico, selva en agrás, propio
más de espíritus disconformes. Al lado derecho, las grandes aulas, pero ya no las de Sociología,
de lunas rotas y paredes pintarrajeadas. Ahora eran las del Integrado, con lunas de hotel de
cinco estrellas y columnas impecablemente pintadas.
Avancé a paso lento por el pasaje. Levanté la vista y no alcancé a divisar la huaca: el
pabellón de Sociología ya estaba completamente levantado y se interponía. Llegué al �inal del
pasaje. Vallejo, con su exagerada amplia frente, aún se encontraba a un lado; pero, a tono con el
contexto, también brillaba. Subí las escalinatas y me topé con una moderna puerta de amplias
lunas. Ingresé. Si Vallejo brillaba al �inalizar el pasaje, el busto de Mariátegui también brillaba,
pero por su ausencia. Tantos años ahí, José Carlos, dándonos la bienvenida cuando entrábamos
a la Facultad, y ahora no quedaba nada de ti. En vez de arreglar tu nariz, que se había roto en
72 una de esas infantiles peleas entre grupos estudiantiles, más bien te habían desaparecido.
Miré a la izquierda: la puerta de entrada a las o�icinas del Decanato, también de lujo. En
las paredes, vitrinas de cada escuela. ¿Dónde estaban los murales? Comprendí que hubieran
borrado los murales de los grupos políticos, pero ¿por qué habían borrado el mural del CEL?
(aquella pizarra pintada en la pared, resguardada a un lado por la �igura de Arguedas, y de
López Antay por el otro). ¡Kachkaniraqmi! se llamaba la pizarra. «Todavía soy (o sigo siendo)»,
aquel grito de resistencia que había lanzado Arguedas ante las presiones que querían acultu-
rarlo. Aquella pizarra que tanto esfuerzo costó hacerla con Norberto, Rodrigo, Diego y nuestro
amigo Celso, el pintor, quien también estudiaba en Bellas Artes.
El túnel. Ese túnel también había cambiado. De un túnel de tren del siglo XIX, había cam-
biado a túnel de un metro moderno. El piso era de �inas baldosas, y las puertas de las aulas
parecían de teatros elegantes. Quise entrar al baño, pero ya no estaba donde siempre, al inicio.
Avancé, miré por las ventanitas de las puertas de los grandes salones: todo de primera. Conti-
nué hasta el fondo: quería ver las aulas de mi base: la 9-A y la 10-A; especialmente la primera,
aquella que pintamos nosotros mismos, aquella de la cual recibí las llaves, aquella que no solo
era un frío salón en la que se recibían conocimientos; sino aquella que era nuestra casa, don-
de festejábamos los cumpleaños y nos reuníamos para cantar y vivir como verdaderos seres
humanos. Pero ya no era más el aula 9-A, ahora era el aula 2; todo estaba al revés. El �inal era