Page 6 - Edición Marzo Mes de la Mujer - Mandrágora
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Adicción al fracaso
                                          Adicción al fracaso
                                          Adicción al fracaso
             Por Silvia Stornaiolo


             Estaba  trabajando,  como  de  costumbre  aburrida  y  un  poco  irritada.  Días

             complicados porque había decidido dejar el alcohol. De rodillas me puse en
             el piso de mi oficina y le dije a Dios que dejaría el trago si es que me ayudaba

             en unos asuntos, que ni una gota, ni la mismísima gota. Llorando lo juré y, a
             paso seguido, entré a un gimnasio cercano.



             El dolor en mis partes y la agonía de no poder beber agrandaron mi irritación,

             sumándose a los miles de relajantes musculares. Me sentía un tarro de furias.

             Para  rematar,  estaban  filmando  una  película  en  las  instalaciones  de  mi
             trabajo, usando específicamente mi oficina, por lo que me mandaron a otra en

             el cuarto piso. Gradas, miles de ellas y yo que no podía mover ni los dedos de
             los pies por la incipiente práctica gimnástica.



             Me encontraba también en un proceso semianoréxico, que me tenía más o

             menos delgada, no como yo hubiera querido, menos gorda de lo habitual.
             Recuerdo eso porque justo ese día decidí usar un pantalón que hacía poco

             tiempo no me cerraba. Me hacía ver un culote, falsete, pero culote, que llamó
             la atención de muchos; sobre todo de los personajes invasores de mi oficina.

             Fue muy sabroso sentir sus miradas, en especial de unos tres jóvenes, que se
             veían muy bien, adecuados, perfectos en formas misteriosas. ¿Quiénes eran

             estos seres nuevos que tanto me miraban? Eso me encendió de una manera
             ridícula; no lo suficiente como para que me dejase de doler la vida.




             En la noche, en la cama, con la espalda de Pepe rozándome, más o menos a la
             una de la mañana sonó mi celular; un mensaje, definitiva sorpresa. Se trataba

             de uno de esos tres, un muchacho de más o menos 28 años, que me decía en
             un mensaje lo guapa que yo era, a lo que yo asumí o que se equivocó o que

             estaba  ebrio.  No  contesté  el  mensaje  y  dejé  que  la  vida  siguiera
             martirizándome.



             A la noche siguiente, a la misma hora: «Estás guapísima». Y empezarían las

             llamaradas  dentro  de  mí  que,  sin  saberlo  aún,  provocarían  desastre  tras
             desastre.
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