Page 11 - Edición Marzo Mes de la Mujer - Mandrágora
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—Súbete —me dijo.
Le dije que no, estaba con toda mi gente y mi celular, la cartera, y
¡todos!
—Que te subas, por favor, no demoraremos, te lo prometo.
Está bien, pensé, lo estaba viendo en persona, acongojado, nervioso;
después de un mes de mensajes y fotos y frases, estaba frente a mí,
temblando. Me fui con él, lejísimos, tan lejos como pudimos, sin decir
nada, como huyendo de algo. Yo sudaba seriamente y veía que él
también. El machito, de torso fuerte y perfeccionado, temblaba conmigo
porque huíamos sin saber de quién ni adónde.
Había dejado todo en ese bar y ya no me importaba. En un semáforo
lejano reclinó su cabeza hacia la mía y me besó. Su boca encajaba tal
como me la imaginaba. La baba caliente dejaba un rastro en mis labios,
que se estiraban delicadamente. Sentí eso que tanto había deseado. Ese
beso rompió con mis posibilidades de volver a ser la de antes.
Primera vez que oía la puerta Lanfor de un motel. Recuerdo que una vez
escribí un despavorido e incestuoso cuento de un padre y una hija que
entraban a hacer el amor en un motel y cuando lo escribía trataba de
imaginarme el sonido de la Lanfor como un momento importante del
relato. Esa noche, con Chico, viví la experiencia, la cerró y yo cerré
cualquier posibilidad de volver a cerrarme.
Permanecimos en la habitación rosa de cama redonda, con los nervios a
flor de piel y el sabor del miedo derramándose a través de mi salada
saliva. Sentados en la cama y la clásica frase de que «lo que no quieras
no pasará». Estamos en un motel, por el amor de Dios.
Y venga, me le trepé. Al fin para eso era que estábamos ahí, ¿no?