Page 113 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker
Cuando me incliné sobre ella pude ver que todavía dor
mía. Sus labios estaban abiertos, y ella estaba respirando, pero
no con la suavidad acostumbrada sino a grandes y pesadas
boqueadas, como si tratara de llenar plenamente sus pulmones
a cada respiro.
Al acercarme, subió la mano y tiró del cuello de su cami
són de dormir, como si sintiera frío. Sin embargo, siguió dormida.
Yo puse el caliente chal sobre sus hombros, amarrándole fuer
temente las puntas alrededor del cuello, pues temía mucho que
fuese a tomar un mortal resfrío del aire de la noche, así casi
desnuda como estaba. Temí despertarla de golpe, por lo que,
para poder tener mis manos libres para ayudarla, le sujeté el
chal cerca de la garganta con un imperdible de gran tamaño;
pero en mi ansiedad debo haber obrado torpemente y la pinché
con él, porque al poco rato, cuando su respiración se hizo más
regular, se llevó otra vez la mano a la garganta y gimió. Una vez
que la hube envuelto cuidadosamente, puse mis zapatos en sus
pies y comencé a despertarla con mucha suavidad. En un princi
pio no respondía: pero gradualmente se volvió más y más in
quieta en su sueño, gimiendo y suspirando ocasionalmente. Por
fin, ya que el tiempo pasaba rápidamente y, por muchas otras
razones, yo deseaba llevarla a casa de inmediato, la zarandeé
con más fuerza, hasta que finalmente abrió los ojos y despertó.
No pareció sorprendida de verme, ya que, por supuesto, no se
dio cuenta de inmediato de en dónde nos encontrábamos. Lucy
se despierta siempre con bella expresión, e incluso en aquellos
momentos, en que su cuerpo debía estar traspasado por el frío y
su mente espantada al saber que había caminado semidesnuda
por el cementerio en la noche, no pareció perder su gracia.
Tembló un poco y me abrazó fuertemente; cuando le dije que
viniera de inmediato conmigo de regreso a casa, se levantó sin
decir palabra y me obedeció como una niña. Al comenzar a ca
minar, la grava me lastimó los pies, y Lucy notó mi salto. Se
detuvo y quería insistir en que me pusiera mis zapatos, pero yo
me negué. Sin embargo, cuando salimos al sendero afuera del
cementerio, donde había un charco de agua, remanente de la
tormenta, me unté los pies con lodo usando cada vez un pie
sobre el otro, para que al ir a casa, nadie, en caso de que encon
tráramos a alguien, pudiera notar mis pies descalzos.
La fortuna nos favoreció y llegamos a casa sin encontrar
un alma. En una ocasión vimos a un hombre, que no parecía
estar del todo sobrio, cruzándose por una calle enfrente de noso
tros; pero nos escondimos detrás de una puerta hasta que desa
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