Page 42 - Desde los ojos de un fantasma
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Juan Pablo no es ni pastelillo de vainilla ni peluca esponjada ni espejo de larga

               vida ni lámpara de pie. Para conocer a Juan Pablo basta con imaginar la bota de
               un basquetbolista zurdo que pisa chueco. Tiene la cabellera de un cantaor de
               flamenco y casi siempre lleva puesta una cazadora de cuero infinitamente
               desgastada. Es una cazadora que tiene marcadas en las líneas de su rostro todas
               las desventuras de las que ha sido objeto.


               Hago un paro en el camino y te cuento que cada cazadora (igual que las cabezas)
               es un mundo. Cada una de ellas lleva colgado el rostro en un lugar distinto. La
               cara de una cazadora puede encontrarse en la espalda, en los puños o hasta en el
               forro (este último caso es el de las cazadoras que quieren encerrarse en sí
               mismas).


               Los ojos, en cambio, siempre están en el mismo lugar: los ojos de las cazadoras
               de piel están ocultos en la punta del cuello. En esos triangulitos aparentemente
               inútiles que, como flechas absurdas, señalan a la derecha y a la izquierda de
               quien porta la prenda.


               Por mucho tiempo se pensó, no sin cierta lógica, que los ojos de las cazadoras
               eran, precisamente, los ojales para los botones. Sin embargo a últimas fechas se
               ha descartado esa teoría.


               ¿Qué pasa entonces con las cazadoras sin cuello? Fácil: las cazadoras sin cuello
               son cazadoras ciegas.


               Toda esta retahíla me trae el recuerdo de otro escritor, Alessandro Baricco, quien
               se pasó medio libro, Océano mar se llama, buscando dónde estaban escondidos
               los ojos del mar. Bonito libro Océano mar… Pero ahora no estamos contando
               nada que tenga ver con golfos, barcos ni mares (que podrían visitar al oculista
               para comprarse unas gafas), ahora estamos contando la vida de una cazadora que
               ha sufrido muchísimo.


               Aquí va la historia: hace diez años François, un joven parisino, compró la triste
               prenda en una exclusiva tienda de los Champs-Élysées. La compró porque era de
               una marca de moda, costaba mucho dinero y tenía en la espalda una gigantesca
               etiqueta del fabricante, para que no quedara duda de que aquella cazadora
               costaba lo suyo.


               François no se fijó en los detalles importantes como el corte, el forro o el cuello
               de borrega (ojos lánguidos) de la prenda.
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