Page 39 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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En eso me dieron las tres de la tarde, y vuelta a empezar.


               Entonces sí la Veoveo permitió que mi mamá me sirviera (yo creo que nació con
               un radar contra los pésimos cocineros como su servidor), pero al terminar de
               comer, me empujó la silla, me tiró al piso y me arrastró al lavadero. ¡¿Lavar los

               trastes yo?! Pues sí, a lavarlos. Digamos que aquel primer día, cuando mucho,
               les remojé la mugre, pero logré convencer a la perra de que con la voluntad
               bastaba.


               Luego era la hora de la diversión.

               Imagínense la escena: un niño ciego, amarrado a una perra loca a la que le daba
               por correr por todo el bendito pueblo. Todo. De nada sirvieron mis quejas; de

               nada, mis gritos; de nada, fingir que me había torcido un tobillo. Nada sirvió de
               nada. A correr.

               Lo bueno es que a las seis se le quitaron las ganas de hacer ejercicio y ya con la

               lengua de fuera pudimos volver a la casa, donde fue a sacar mis libros de la
               escuela (en Braille, cabe aclarar por si a alguien se le había olvidado) en el lugar
               especial donde yo los escondo en vacaciones para no tener que tropezarme con
               ellos y sufrir por adelantado el comienzo de las clases. Pero Veoveo los encontró
               y, todos babeados, me los puso enfrente.


               Yo, sentado, tratando de descansar, y enfrente de mí, una perra loca que
               determinó que era hora de estudiar. ¡Qué desesperación!


               A las ocho, la cena. A las nueve, al baño otra vez, tuviera ganas o no de lavarme
               los dientes. A las diez, a la cama (eso en vacaciones, pero mejor ni hablamos de
               los días de escuela), y a las seis del siguiente día, vuelta a empezar.


               A los pocos días yo ya no tenía fuerzas ni para rezongar. Estaba tan pero tan
               cansado que me quedaba dormido cada dos de tres actividades que la Veoveo
               inventaba para mí.


               Cuando no eran las corretizas infernales, se aventaba al río conmigo detrás. La
               primera vez casi me ahogo, pero además de limpia, loca y muy lista, la Veoveo
               es muy buena nadadora, por lo que yo, casi asfixiándola de tan fuerte que me
               agarraba a su cuello, pronto aprendí a nadar. Y fue peor, porque en cuanto se dio
               cuenta de que ya no había riesgo de que me ahogara, se alejaba de mí cada vez
               que yo intentaba pescarme de ella para descansar un poco los brazos.
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