Page 38 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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—Lo juro.


               —Ya sabes lo que pasa por jurar en vano.


               —Lo juro, lo juro, lo juro.


               Así llegó la Veoveo a mi vida.


               Una hermosa perra, decían, de color chocolate, con el pelo más sedoso que la
               Martina (esto puede quedarse en secreto, si me hacen el favor), con las patas más
               fuertes que mi papá, con los ladridos más temibles que la voz de mi madrina
               enojada. La Veoveo era la mejor perra. La más loca también.


               Cuando Veoveo llegó a Nacho (¡tanto tiempo sin saber de usted!, ¿cómo le ha
               ido?), Nacho se quedó sin vida.


               El primer día que pasó conmigo, llegó a las seis en punto de la mañana a
               tumbarme de la cama para llevarme al baño. Una perra muy limpia la mía, pero a
               mí a esas horas de lo único que me dan ganas es de dormir. ¿Quién iba a pensar
               en bañarse a esas horas tan indecentes? Me resistí.


               Fue inútil.


               Entre ladridos, gruñidos y empujones, me obligó a hacer pipí y a bañarme. Creo
               que fue hasta quince días después cuando pudimos pactar que me lavara la cara a
               cambio del baño.


               De ahí me llevó a la cocina, y como dos horas después pude entender que quería
               que los dos desayunáramos. Y así lo hicimos. El problema era que la Veoveo
               estaba entrenada para hacerme independiente, por lo que descartó que mi mamá
               me sirviera unos frijolitos con huevo. Todo tuve que hacerlo yo, que, por
               supuesto, me había negado hasta ese momento a aprenderme el lugar donde se
               guardan las cosas en la cocina. Pero aquella mañana empecé. Dejé un tiradero,
               pero al final encontré la leche, el café (el azúcar no, porque no soy menso: si uno
               no ve, la ley de las probabilidades indica que en vez de azúcar, uno le va a poner
               sal al café con leche) y un pan duro que yo creo que mi santa madre me dejó a

               propósito.

               Luego había que recoger el tiradero, porque, insisto, la mía es una perra muy
               limpia.
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