Page 34 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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burlas se trata. Y entre todo sumado, Herminio tuvo la certeza de que al pobre de

               Nacho (su servidor y amigo) me tocaría una suerte bastante perra.

               Fue así como yo, sin pedirlo, es más, sin siquiera haber hecho nada más que
               nacer para lograrlo, me convertí en el ahijado favorito de don Herminio, quien, a

               pesar de que seguía siendo el mejor padrino en kilómetros a la redonda, me
               trataba distinto, me cuidaba de las burlas de los otros niños, andaba detrás de mí,
               me compraba todo lo que trataban de venderle (incluido un tubo por donde,
               dicen, se ven figuras de colores, que a mí solo me sirve para tropezarme y a mi
               padrino, para arrepentirse cada vez que se recuerda a sí mismo comprándole un
               caleidoscopio a alguien que no puede ver, ya no digamos las figuras, que no
               puede ver nada).


               Incluso encargó por correo un curso para aprender a leer en Braille (que es un
               lenguaje con puntitos que usamos los ciegos), para enojo de su esposa, porque
               después tuvo que aumentar sus gastos mensuales con la compra de libros en ese
               tipo de lengua. Claro, eso después de haber consultado a docenas de doctores
               que le dijeron lo mismo: “La ceguera de este niño no tiene cura”.


               Soy Nacho (a sus órdenes, señor), ciego sin remedio, indígena para más señas e
               insoportable como pocos. El Gran Consentido del Pueblo. El insufrible.


               Nadie leía más que yo, por lo tanto, nadie sabía más que yo, y ninguno se atrevía
               a contradecirme.


               Ninguno en el pueblo osaba molestarme, un poco por lástima, mucho por
               generosidad y otro tanto por temor a mi padrino, que lo había dejado muy claro
               desde un domingo a las 13:36 horas, exactamente: momentos en el que tocaba
               repartir el bolo a la salida de la iglesia.


               —A ver, ahijados, escúchenme bien —dijo abrazando la bolsa con monedas
               contra su pecho como si del Santo Grial se tratara—, no voy a darles nada si no
               me prometen una cosa antes.


               Así nació la amenaza de tratarme bien, y yo creo que mi padrino había aprendido
               lo suficiente de los criminales a los que encerraba en prisión, porque funcionó, al
               menos durante un tiempo.


               Pero con Nacho (a sus pies, señora) no se podía, por más que la gente lo
               intentara.
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