Page 35 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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Si ya de por sí me gustaba burlarme de todos mis amigos; si ya de por sí traía a

               mi mamá asoleada con mis continuas exigencias (“Tengo comezón y no me veo
               para rascarme”, “No puedo recoger mi cuarto porque no encuentro el tiradero”,
               “Ayúdame con los platos, ¿no ves que soy ciego?” y demás pretextos que me
               inventaba); si ya de por sí obligaba a todo el mundo a jugar exclusivamente a la
               gallina ciega y a dejarse ganar; si ya de por sí no aceptaba que me contradijeran
               bajo ninguna circunstancia y alegando que la razón siempre la tenía yo por ser el
               más culto de la comarca y de todos los pueblos vecinos, con la llegada de la
               Comisión, la cosa se puso verdaderamente infernal.


               —Los señores del Unicef vienen a platicarles acerca de los derechos de los niños
               —anunció la maestra y ahí comenzó el acabose.


               Saber que tenía derechos era maravilloso, sobre todo el artículo 23, que habla
               sobre los niños que tenemos algún problema físico y mental, maravilloso. Pero...


               El problema, según Nacho (acepte mi mano y mi amistad, gentil dama), era que
               estaba muy bien saber los derechos que tiene uno. Lo que no estaba bien era que
               los demás lo comprendieran demasiado, porque eso podía significar el fin de mi
               reinado. Algo tenía que hacer y tenía que hacerlo lo antes posible.






               —Así es, las rosas están en el bando enemigo. Por las noches se ponen de
               acuerdo con las hiedras, que son fáciles de convencer si a cambio les ofreces un
               par de agarraderas para seguir su camino. Y ya se sabe que las espinas de las
               rosas son excelentes agarraderas.


               —¿Estás seguro, Nacho?


               —Soy el más culto del pueblo, y además, ciego. No te atreverías a llevarme la
               contraria, ¿o sí? Ya sabes que mi padrino siempre me escucha y te podría acusar
               si quisiera.


               De esa manera convencí a los niños de San Juan de cortar de raíz todas las rosas
               del pueblo, con el pretexto de que solo yo sabía que, junto a las hiedras, estaban
               organizando un complot en contra de los habitantes del lugar.


               —Es una broma, mujer. ¡Ah, qué mi ahijado tan ocurrente! —contestó don
               Herminio cuando la mamá de Nacho (perdone que no me levante, pero es que
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