Page 36 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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soy ciego) fue a pedir su intervención para controlar a su hijo.


               —No es una broma, compadre, perdone que lo contradiga. Este muchacho anda
               de un lado para otro cargando un papel en donde dice que tiene derecho a pensar
               y a creer en lo que quiera, y con eso no hay nadie que pueda controlarlo. A mí ya

               no me escucha, ya ni caso me hace, porque ahora me salió con que yo no soy su
               mamá, que la verdadera era una diosa a la que desterraron cuando supieron que
               esperaba el hijo de un hombre del montón, pero como murió en el parto, los
               otros dioses castigaron al niño y por eso es ciego; aun así es mitad dios y mitad
               persona —narró la señora con lágrimas en los ojos de la desesperación.


               —¡Qué ocurrente! De veras, ¡qué ingenio de muchacho! —contestó mi padrino
               cuando las carcajadas por fin se lo permitieron.


               Aquel jajajá le dio a Nacho (pase a esta, su casa, pero límpiese los zapatos
               primero) la libertad para seguir comandando las tropas infantiles de San Juan.


               Lo siguiente fue lanzar un burro (el que por cierto, me caía muy gordo) al pozo,
               ya que convencí a los otros de que la noche anterior un barco pirata había
               atracado cerca del pueblo, y mi sobrehumano sentido del oído me había
               permitido descubrir que habían venido justo a ese pozo a esconder un enorme
               tesoro. De nada sirvieron los argumentos de que el mar más cercano a San Juan
               queda a tres días de camino; de nada, los lloriqueos de una de las niñas que se
               negaba a mandar al burro en avanzada. De nada. Para todo tuve pretexto.


               Los hombres del pueblo se tardaron una mañana entera sacando al burro, tiempo
               suficiente para convencer a mi tropa de vaciar los cajones de sus padres en busca
               de calzones que no estuvieran rotos, con los que construiríamos una vela, la cual
               sería el motor que nos permitiría ir tras los piratas.


               Luego había que conseguir madera: adiós, sillas y mesas.


               En ese momento, Nacho (semidiós en la Tierra, para lo que se le ofrezca) debió
               parar sus terquedades. Sé que las señales de que estaba yendo demasiado lejos
               eran obvias. Sé ahora que aquella tarde en la que los niños tuvimos el pueblo
               para nosotros solos era un mal augurio. Pero no lo quise ver (al fin y al cabo, soy
               ciego) y lejos de preocuparme, convencí a las tropas de que debíamos ganarnos
               el grado de piratas, para lo cual había que hacer algunos desmanes en el pueblo.
               Saldo: dos corrales sin rejas, siete borregos perdidos, doce ventanas rotas a
               resorterazos, catorce macetas sin tierra y todos los niños con los codos y rodillas
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