Page 76 - El valle de los Cocuyos
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Sobre el pozo había un arco altísimo del cual pendían las amarras a las cuales
estaba sujeto el niño. El pozo era grande y los brazos del Pajarero no alcanzaban
a agarrar las cuerdas. Entonces Halcón Peregrino se posó en lo alto del árbol y
con su pico empezó a destrozar las ligaduras.
Muy pronto el niño estuvo libre. Ahora faltaba liberar a la mujer. El Pajarero se
dio a la tarea de moler la oxidada cadena golpeándola con una piedra. Fue un
trabajo largo y paciente, pero dio resultados. La mujer dio unos pasos inseguros
y, arrastrando el resto de las cadenas que aún quedaron sujetas a sus pies, corrió
a abrazar a Jerónimo. El niño se colgó a su cuello y creyó escuchar de nuevo la
música que oyó en su ensueño cuando estaba en las montañas Azules.
La neblina se había hecho tan espesa que la figura del Pajarero volvió a aparecer.
Estaban allí, recobrando un poco las fuerzas y pensando en lo que harían para
recuperar los alcaravanes, cuando, súbitamente, un frío de agua helada los
invadió.
—¡La Sombra! —alcanzó a decir el Pajarero.
En efecto, la Sombra había salido de su cueva y los había sorprendido. El
Espíritu del volcán los envolvió a todos con su cuerpo. En medio del frío y el
horror la mujer alzó su voz para decirles:
—¡Hay que soñar! ¡Hay que recordar!
Entonces Jerónimo soñó con su valle de los Cocuyos, recordó las lagartijas, las
tortugas y sus historias y pensó con amor profundo en Anastasia.