Page 24 - Princesa a la deriva
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CUANDO llegaron a la bahía de los Erizos Colorados, soltaron el ancla. En
               lancha trasladaron su botín hasta la playa: las dos mujeres, los cubiertos de plata
               y los platones de oro que habían tomado de la barcaza real. Al centro de la playa,

               entre arbustos y enormes troncos que solo en su copa se cubrían de hojas, habían
               construido una pequeña choza con techo de palma. Rajid el Temible ordenó a sus
               hombres preparar unas camas de hojas y arena para las mujeres.


               —No será una habitación de palacio, pero les aseguro que podrán descansar y
               dormir muy a gusto. Les permito caminar libremente por la playa, pero no se
               internen solas por la maleza: allí habitan muchas especies de alimañas y unos
               cuantos gatos salvajes a los que les gusta comer carne tierna y sabrosa.


               Atemorizadas, las dos mujeres entraron a la choza, proponiéndose no apartarse
               de la playa. Al día siguiente, después de un descanso merecido, la princesa y el
               aya disfrutaron de la playa y el mar. Los arrecifes rompían el impacto de las olas;
               dentro de la caleta, el agua semejaba una alberca de agua transparente. La
               princesa se despojó de sus zapatillas, de algunos velos, y corrió a zambullirse. El
               aya no pudo contenerla; la observaba preocupada, no fuera a ahogarse. Rajid se
               acercó a ella.


               —No se preocupe, es una playa tranquila. Por eso la escogí. Aun cuando los
               vientos soplan contrarios y levantan enormes marejadas, aquí permanece todo en
               calma. Los arrecifes no solo nos resguardan de las tormentas, sino también de la
               mirada de extraños —el pirata la observó, divertido—. Caramba, deshaga ese
               gesto de amargura, si la niña está contenta; casi diría que por primera vez
               disfruta de sentirse libre como un pájaro.


               —A usted no parece preocuparle nada —contestó el aya, con su mordacidad
               acostumbrada—. Estará muy protegido aquí, pero deja su barco a merced de
               vientos y extraños.


               El corsario sonrió satisfecho. Entre más reclamos le hacía esta mujer, más le
               gustaba.


               —Verá, allí justo donde anclamos la nave, vista desde lejos, parece ser parte de
               la formación rocosa, y justamente allí, los vientos giran al lado contrario y
               pierden toda su intensidad. No seré hombre letrado, pero tampoco soy un tonto.
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