Page 29 - Princesa a la deriva
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EL BARCO pirata tardó dos días en regresar. Entrada la tarde hizo su aparición
               en el horizonte y ancló, disimulado, entre las rocas. Venía cargado de alimentos
               y mosquetes. La lancha tuvo que hacer varios viajes de ida y vuelta hasta

               descargarlo. Sentadas sobre la arena, la princesa y el aya se entretenían con el ir
               y venir de los hombres. El aya siguió de cerca los movimientos del capitán
               corsario y de su segundo de a bordo, con la intención de acercarse a ellos tan
               pronto se pusieran a platicar. En la noche, cuando todos se habían retirado a
               dormir, ambos hombres se sentaron cerca del fuego a charlar. En la copa del
               árbol más alto, un vigía custodiaba el campamento. El aya se deslizó
               silenciosamente entre los matorrales para evitar ser descubierta. Su escondite le
               permitió escuchar la plática.


               —El Tuerto insiste en que debes olvidarte del rescate. Conoce a un mercader que
               anda en busca de una bella joya para ofrecérsela al Sultán Rabinda. Le quiere
               pedir un favor a cambio de esta bella niña. Está dispuesto a pagar una talega
               llena de oro, un baúl repleto de plata, rubíes y esmeraldas —dijo el segundo—.
               Y por si fuera poco, nos daría además dos cañones, diez sables y cuarenta
               mosquetes. En cambio lo del rescate es un riesgo. Nos pueden poner una trampa:
               así, en vez de obtener una recompensa por la princesa, solo ganaríamos la
               posibilidad de ser degollados o bien vendidos como esclavos.


               Rajid el Temible asintió; se quedó pensativo.


               —Es cierto, Mila Milá es una joya: hermosa, alegre; pero el sultán es un viejo
               con más de cuarenta esposas y concubinas en su harén. No sé si yo podría
               desearle algo así a esa pequeña. Pero por otra parte, necesitamos los cañones, las
               armas, el oro y la plata. Déjame pensarlo.


               —Habrá que enviar una respuesta al Tuerto a más tardar en un par de días.


               El aya, horrorizada, escuchó cada palabra. Se retiró sin hacer ruido. A su
               alrededor solo se escuchaba el canto de las cigarras y el vaivén de las olas.


               Tan pronto los primeros rayos del sol tiñeron el cielo, el aya despertó a la
               princesa. Le contó, entre murmullos y lágrimas, la situación. No habían dudado
               ni por un momento que el rey las rescataría y podrían regresar sanas y salvas a
               palacio. Ahora su futuro se había vuelto incierto, amenazante. La princesa, más
               audaz y temeraria que el aya, sugirió huir; esconderse para evitar ser entregadas
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