Page 34 - Princesa a la deriva
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busca de sus cautivas. Encontrarlas solo era cuestión de tiempo. Cuando
ocurriera, les impondría un castigo ejemplar. Permanecerían encerradas dentro
de la barraca, sin poder ver el mar ni el sol, a puro pan y agua. No lo volverían a
intentar. Tan pronto anocheciera, el miedo a las fieras las obligaría a abandonar
su escondite.
Mientras, el aya se había repuesto de la emoción y del esfuerzo, y ambas mujeres
descendieron por la vereda disimuladas entre los matorrales. El aya refunfuñaba
por los arañazos que le causaban las ramas; se tropezaba a cada rato con raíces,
piedras y hoyos. De tiempo en tiempo, la princesa se detenía para revisar la
playa o el monte con el catalejo. Le divertía ver a los piratas buscándolas por
todos los matorrales.
—Descansemos un rato —dijo el aya acalorada y cansada.
—No sabía que fueras tan quejumbrosa; descendamos otro poco hasta llegar a
aquellas rocas. Ten el catalejo, mira hacia tu izquierda. ¿Ya viste al capitán
pirata? Desde aquí no parece tan temible.
—Supongo; quizás porque está lejos y no nos ve. Tiene cara de estar muy
enojado.
—No deberías quejarte tanto o van a dar con nosotras. Regrésame el catalejo.
Vamos. Desde esas rocas verás el barco y la lancha.
Descendieron hasta el peñasco. Encontraron un hueco en la roca para
resguardarse del sol. Se sentaron a descansar y sorbieron un poco de agua.
Cuando el sol inició su descenso y la penumbra se esparcía por la caleta, se
escurrieron entre las piedras hasta llegar a la playa. Corrieron hasta el bote y se
metieron dentro. Acostadas, aguardaron en silencio a que apareciera la primera
estrella. Soltaron los amarres del bote. Desde el agua podían ver las teas
encendidas, que, como pequeñas luciérnagas, recorrían las laderas del monte.