Page 30 - Princesa a la deriva
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al mentado Tuerto. El aya la miró escandalizada.
—Esconderse, ¿dónde?
—No te preocupes; ayer acompañé a los hombres a recoger leña y me mostraron
unas cuevas cerca de la cima del monte. Podríamos escondernos hasta que mi
papá venga por nosotras.
—¿Y cómo va a dar con nosotras? ¡Nadie conoce estos parajes!
—El capitán Rajid lo va a traer. Al no encontrarnos, no podrá vendernos al
Tuerto; entonces necesitará el rescate —añadió la princesa.
—¿Y si se enoja y nos mata?
—No parece ser mala persona, solo grita y asusta a la gente. Además, le
interesan armas y joyas. Se dará cuenta de que su plan de enviarnos con el
Tuerto no va a funcionar y querrá entregarnos a mi padre a cambio del rescate.
—¿Y si algún animal nos ataca? —preguntó el aya preocupada.
—Lo prefiero a que me lleven al harén del sultán, porque de allí no vuelvo a
salir. Verás, hallaremos una solución.
Ambas guardaron algunas prendas de vestir, agua y fruta en un bolsón, y salieron
furtivamente de la choza. El vigía dormía plácidamente sobre la rama de un
árbol. Las dos mujeres se escurrieron entre la maleza hasta que llegaron a un
riachuelo que descendía del cerro. La princesa sugirió que se quitaran las
zapatillas para no dejar huella de su paso y caminaran en el agua. Subieron
lentamente, entre piedrillas y pedruscos, hasta llegar a una cascada que resultó
difícil de remontar. Se calzaron otra vez y caminaron entre la maleza hasta topar
con una cueva. Entraron. Se sentaron a descansar en la entrada; la penumbra no
permitía vislumbrar la profundidad de la cueva.
—Cuando hayas descansado, recorreremos la cueva —dijo la princesa.
—Está demasiado oscura, podríamos perdernos.
—Justamente de eso se trata, tenemos que escondernos bien. Si nos quedamos
cerca de la entrada, nos van a descubrir tan pronto se acerquen.