Page 63 - El secreto de la nana Jacinta
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Isidro estaba envenenado. Si, como me había contado Antonia, el indio había
               pasado días llevando el mercurio al estanque de don Juan, lo más probable era
               que el azogue ya hubiera hecho de las suyas. Solamente quedaba actuar lo más

               rápido posible, y así lo hicimos Antonia y yo.

               Una vez que logramos sacar al indio de la cueva, la mestiza lo cubrió con su
               rebozo y yo intenté darle de beber un poco de agua. Después pedí a Antonia que

               me trajera algunas hierbas que ella conocía bien y que yo sabía mezclar para
               preparar el brebaje que debía salvar la vida al pobre Isidro. Antonia subió a la
               montaña en busca de lo que le había pedido. A pesar de que ya era noche y
               estaba oscuro, la muchacha no tardó mucho tiempo en regresar, pues conocía
               muy bien el monte y sabía dónde crecían las plantas y hierbas necesarias. Allí,
               bajo la luna y las estrellas del invierno, yo recordé algunos cantos de mi infancia,
               aquellos que entonaba mi abuela cuando había que curar a algún enfermo de
               nuestra aldea.


               Preparé la pócima mezclando las hierbas con un poco de aguardiente que había
               llevado conmigo al salir de la villa. Isidro tomó el bebedizo. Pronto dejó de
               temblar e irrumpió en un llanto profundo.


               —Vamos, Isidro, ahora podrás caminar hasta Sombrerete. Tendrás algunas horas
               para recuperarte por completo. Y después, indio del demonio, ya tendrás que
               contarme varias cosas. Anda, Antonia, dale el brazo para que se apoye en ti. Yo
               le daré el mío de este lado —dije, tomando al indio para ayudarlo a caminar.


               Así bajamos hasta la villa. Aquella noche, Isidro y yo dormimos en el jacal de
               Antonia. A la mañana siguiente el indio despertó muy mejorado y yo aproveché
               para pedirle que me contara todo lo que había pasado. Tal como ya me lo había
               adelantado Antonia, hacía un par de semanas que don Juan Morales, el dueño del
               rancho La Asunción, había tenido la ocurrencia de construir un estanque
               plateado cuyas aguas curaran la enfermedad y el sufrimiento. Siguiendo viejas
               recetas de sus libros de alquimia, don Juan hizo varios intentos por convertir el
               agua del río en el líquido de plata con el que había soñado, pero sus esfuerzos no
               tuvieron los efectos esperados.


               Un día, Morales visitó la villa de Sombrerete para arreglar algunos negocios. De
               regreso a La Asunción, don Juan pasó por la mina de Aroche y allí, metido en
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