Page 70 - El secreto de la nana Jacinta
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La vieja y yo éramos buenas amigas; muchas veces intercambiábamos recetas de
pócimas y brebajes, y en ocasiones nos sentábamos en su patio sólo a conversar,
admirando las montañas, observando los colores de las flores de sus macetas, o
simplemente para comentar las últimas noticias de la villa.
—Buenos días, doña Juana —saludé al entrar.
—¿Cómo le va, Jacinta? Pásele, pásele. ¿No quiere una tortillita con atole? —
ofreció la india.
Doña Juana siempre tenía a su alrededor varios anafres prendidos, donde
calentaba tortillas viejas, y un montón de ollas y ollitas de barro cuyo contenido
jamás pude conocer. Aunque la vieja estaba chimuela, siempre estaba comiendo
tortilla dura. Doña Juana nunca se separaba de Roberto, un gallo negro que, a
decir de su dueña, era un animal muy en ten di do.
—¿A qué debo su visita, negrita? ¿Ya se le acabó la ruda, o quiere un poquito de
albahaca fresca? Ayer fui al monte a cortar manzanilla y todavía está bien
olorosa, ¿quiere usted un manojito? —me preguntó.
—No, doña Juana, muchas gracias. Todavía tengo hierbas de la otra vez. Hoy
vengo a saludarla y a preguntarle otra cosita. Ayer por la mañana me encontré
con Felipa, María, Gregoria y Manuela. Las muchachas, muy amables, me
invitaron a que las acompañe a su paseo de campo este sábado, pero me dijeron
que viniera con usted para preguntarle dónde debía encontrarlas y qué debo
llevar —le expliqué.
Doña Juana guardó silencio y sonrió.
—Así que ya la invitaron… Es natural, este sábado la luna estará bien tiernita y
las muchachas quieren aprovechar —dijo la vieja.