Page 73 - El secreto de la nana Jacinta
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—¿Aprovechar qué, oiga? —le pregunté asustada.


               —Pues nada, negrita, aprovechar para enseñarle a volar como paloma —contestó
               doña Juana.


               —¿Pero qué dice, señora? ¿De qué está hablando? —le pregunté asustada.


               —Ay, Jacinta, ¿de veras no lo sabe? Si esas muchachas tienen poderes
               especiales: saben convertir las cosas en cuernos de vaca, pueden hacer embrujos
               de amor, son capaces de secar las cosechas, pero, sobre todo, pueden convertirse
               en palomas y volar atravesando los campos. Son brujas, negrita, y de las meras
               buenas —terminó la vieja.


               —Y ¿por qué querrían invitarme precisamente a mí a volar con ellas? —
               pregunté extrañada.


               —No lo sé, quizá crean que usted es una de las suyas, o quizá quieran invitarla a
               que se les una —respondió doña Juana.


               —Pues no, señora. A mí no me interesa que después el Santo Oficio esté tras de
               mí, pidiéndome testimonio o acusándome de practicar la magia negra. No,
               señora, he dicho: yo no voy con ellas a ningún lado —afirmé decidida.


               En realidad hice muy bien. Tal como se lo dije a la yerbera, aquel sábado no
               asistí a la cita de las cuatro brujas. Seguramente Dios Nuestro Señor me
               protegió, pues unos días después las cuatro mujeres fueron citadas por el
               Tribunal de la Inquisición, acusadas de bailar sin parar en un rito que les
               permitía convertirse en palomas que volaban por el aire.


               De haber ido con ellas, el Santo Oficio también me hubiera mandado encarcelar
               en algún calabozo. Por fortuna no fue así, pero de todas formas el escándalo se
               había hecho público y yo corría peligro. Como algunas personas me habían visto
               hablar con las acusadas en el mercado y debido al color negro de mi piel, para
               los inquisidores yo podía parecer sospechosa de complicidad. Mi amo, Miguel

               de Aroche, sabía cómo estaba la situación y nunca dudó de mí. Para ponerme a
               salvo se le ocurrió venderme a una compañía de titiriteros que estaba de paso en
               Sombrerete y que pronto viajaría rumbo a la ciudad de México. Tristes, los dos
               nos despedimos. Mi amo cerró el trato con la compañía y me pidió que alistara
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