Page 44 - Un abuelo inesperado
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dijo girando a la izquierda.


               Era el tercer día que pasaba en el pueblo. Hasta ahora mis respuestas al acertijo
               no habían sido las correctas.


               –Podrías darme alguna pista más.


               –¡Hummm! Si te digo que son puertas que te llevan a la calle; si te digo que son
               fuentes de sabiduría; si te digo que son un tesoro... Tres pistas en menos de un
               minuto.


               –Una almohada –dije.


               –¿Una almohada? ¿Pero en qué demonios estás pensando? ¿Una almohada es
               una fuente de sabiduría? –mi abuelo negó enérgico con la cabeza y continuó
               andando.


               –Lo consultaré con mi almohada, como dice mi padre.


               –Tu padre, tu padre... Otra pista: reciclables, rectangulares... Y ya no te digo más
               por hoy, ni por mañana. Y acelera, que no llegamos.


               –¡Pero si no sé ni adónde vamos!


               –¿No querías ver el restaurante? Que te llevase conmigo, me dijo tu abuela. Ya le
               dije que para qué. Pero insistió. Doña Errequeerre. Luego que el testarudo soy
               yo.


               Quería explicarle que ni por asomo le había dicho aquello a la abuela, pero
               preferí no abrir la boca. «Callado estás más guapo», me decía mi madre a veces.
               Seguí caminando, dándole vueltas a la cabeza.


               –Ahí está. Cuida al cruzar la carretera. O no cuides. Como no te atropelle el
               tractor de Matías, o un gato... Hace años que ya no pasan coches por aquí.


               Y ahí estaba: un edificio cuadrado, algo apartado del resto, de tejado plano, con
               varias cristaleras enormes, las paredes de color mostaza, una puerta protegida
               por una reja. Y sobre la puerta, pintado en letras negras y rojas, el nombre del
               negocio.
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