Page 47 - Un abuelo inesperado
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LEÍ EN VOZ ALTA el nombre pintado sobre la puerta.


               –¿Pinch? ¿Dónde pone Pinch? ¿No sabes leer? Restaurante Pinocho –me
               corrigió–. Faltan las oes. Se borran cada cierto tiempo. En realidad no se borran,
               se las comen.


               –¿Se las comen? ¿Quién se las come?


               –No es que se las coman de hoy para mañana. Esperan a que caiga la noche. Son
               así de sinvergüenzas. Ya he perdido la cuenta de las veces que he tenido que
               repintarlas. Más oes que los eslabones de la cadena del Conde de Montecristo.


               –Que quién se las come –insistí ante la sordera de mi abuelo.


               –¡Quién va a ser! Los elefantes. Todas las noches viene una manada guiada por
               el más viejo. Atraviesan toda África, recorren tres cuartos de península, cruzan
               la carretera y se las comen. En el sentido de las agujas del reloj... ¡Quién va a
               ser! Pues las lagartijas, quién si no.


               –¿Y por qué la o? ¿Por qué no la i?


               –Y yo qué sé, hijo. Quizá porque la o es una vocal abierta, quizá porque hay dos.
               O porque les parecerá que tiene forma de gusano. Vete tú a saber.


               –Si solo se comen la oes, podrías cambiarlas por íes. Restaurante Pinichi, suena
               bien.


               –Oh, suena estupendo. Maravilloso. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?
               Pinichi, Pinichi... ¿Has leído la novela de Carlo Collodi?


               –No, no sé quién es ese señor lleno de oes.

               –Tu padre tampoco se la leyó. Me dijo que sí, pero yo sé que no. Comenzaba con

               muchas ganas, parecía como si fuese a comerse el mundo, pero luego se ponía a
               resoplar y...

               –Todavía resopla.
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