Page 145 - El disco del tiempo
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Nuria estaba silenciosa, jugueteaba con la cuchara sobre la mesa. Philippe puso

               su mano sobre la de ella.

               —Nuria, el disco es muy importante para Creta, es una pieza fundamental de su
               identidad, reconcilia a los cretenses con su pasado y les da esperanza en la

               proyección de su futuro. En el mundo hay algo más que oferta, demanda y leyes
               del mercado, hay mensajes fundamentales, verdades esenciales, hay ¿por qué no
               decirlo?, mitos. Pero no como sinónimo de leyendas mentirosas, sino como esas
               respuestas que busca el ser humano a sus más dolientes preguntas. Estamos aquí
               por algo, por nuestra decisión sí, pero tal vez para cumplir con un destino que
               apenas alcanzamos a comprender. No sé si logremos descifrar el disco o no; no
               sé si el director del museo encuentre el verdadero. No sé si el “verdadero” es
               verdadero o falso. ¿Te das cuenta?, estoy en un laberinto, como Teseo…


               Nuria continuó en silencio. Y en silencio le sonrió a Philippe.


               —Tal vez mi piel es demasiado permeable —continuó el muchacho—, y estoy
               penetrado por la esencia de Creta. Han sido tantos años de reflexionar sobre los
               dibujos de ese disco de arcilla… Sé del caso de algunos visitantes extranjeros de
               Jerusalén que al tocar los muros de la ciudad santa se desmayan y tienen
               alucinaciones, les sube la temperatura espiritual… creo que es lo que me está
               pasando a mí.


               Philippe soltó la mano de Nuria y tomó un sorbo de su café. La muchacha le
               dijo:


               —Extiende tu mano con la palma hacia arriba.


               —¿Qué?–se asombró.


               —Sólo hazlo —insistió Nuria dulcemente.


               Philippe cerró los ojos —aunque eso no fue lo que Nuria pidió— y extendió la
               palma de su mano.

               Nuria puso sobre ella el Disco de Festos. El muchacho abrió los ojos

               desmesuradamente. Quince centímetros de diámetro, dos de espesor, impreso en
               las dos caras, el peso que había intuido que tendría la arcilla que había acosado
               sus desvelos. Estuvo a punto de dejarlo caer, pero lo aferró con sus largos dedos
               y sintió que la palma de su mano era el hogar natural del disco, su nicho.
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