Page 146 - El disco del tiempo
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—¿Qué significa esto? ¿Es una reproducción, una copia que compraste en el
mercado de artesanías? ¿Te lo regaló Marco? ¿Te lo envió Dimitri por correo?
Nuria negó con la cabeza y dijo simplemente:
—Es el disco.
—¿Tú lo robaste? —el rostro de Philippe se endureció—, ¿perteneces a alguna
organización criminal y estás a punto de entregar el disco a un mercenario para
que lo venda al mejor postor del mercado negro?
—No —la voz de Nuria era muy suave—, no desconfíes de mí, tan sólo míralo,
tú, que eres un experto, un experto del otro disco. Míralo, Philippe.
Del rostro de Nuria, Philippe pasó a la contemplación del disco. No podía ser:
ahí estaban los signos, los que él conocía, pero el orden era diferente, muy
diferente. Y lo más importante: los signos no estaban impresos con sellos o tipos
independientes, como el que había estudiado Philippe, sino grabados a mano,
trazados con una punta sobre la blanda arcilla. Trazados con mano segura, de
dibujante o de escriba, de pintor o de arquitecto…
Al lado de su compañera de una noche, Nefereset, la bella bailarina egipcia,
había logrado salir ileso de los escombros de la pequeña habitación de Festos por
extraño designio de los dioses.
Aléktor, el pintor de la Casa de las Hachas, desembarcó en Trinacria con la
pesadumbre instalada en su corazón, como un pájaro de alas negras. A su paso
por la isla rumbo al puerto de Amnissos, constató la destrucción que había
dejado el gran sismo. Las obras arquitectónicas que ostentaban el sello de
Dédalo estaban terriblemente deterioradas, pero seguían en pie en su mayor
parte, mientras que de los palacios menores y las habitaciones particulares no
había quedado piedra sobre piedra.
A su alrededor todo era destrucción y muerte, la egipcia estaba pálida, pero
conservaba la tranquilidad de las serpientes de los desiertos de su tierra y se
aferró a la mano de Aléktor para sobrevivir en las ruinas de la otrora
resplandeciente Creta.