Page 42 - El disco del tiempo
P. 42
veneraban a la Diosa Madre. Minoicos. Minos.
Minos era un caudillo natural. Un animal político. Un guerrero, pero más
todavía, un jefe de estado que tenía el finísimo sentido de un comerciante. Sabía
que el comercio produce cultura y favoreció el libre flujo de productos y limpió
de piratas el Mediterráneo. Su mar. Su Thalassa.
En un sentido, el palacio del laberinto era espejo del mar. El mar es un laberinto,
se decía Minos mientras recorría el complejo de habitaciones diseñadas por
Dédalo para que fueran el palacio real de Knossos.
—Las cosas de nuestro mundo imitan a las de la Naturaleza, obra de los dioses,
¡oh artífice!
—Las imitan y las mejoran, Minos.
—¿Mejoran? ¿Tus autómatas pueden pensar por su cuenta?
—No, pero con eso libran al mundo de cuidados mayores, ¡oh Minos!
—Por mi parte, estoy complacido con el ingenio de tus planos. Estos pasillos
ciegos y las escaleras que no llevan a parte alguna y las habitaciones sin
puerta… hacen innecesarias las murallas.
—Tu palacio tiene naturaleza doble, como las hachas símbolo de tu poderío.
¿Acaso Creta no significa eso, precisamente, poder? Poder de vida y de muerte,
como el de Thalassa, que da vida y nutrimentos y estabilidad climática, pero que
también puede acarrear destrucción y muerte, agitada por la ira de los dioses.
—Poteidan está tranquilo. Ya me ha castigado bastante —dijo Minos al tiempo
que pensaba en el hijo de Pasífae, en la locura de la reina y en la intrincada
mazmorra en la que Dédalo había confinado al monstruo.
—Sin cerradura, tu castigo está más seguro que guardado bajo siete llaves —dijo
Dédalo como si leyera los pensamientos del rey—. No puede salir. Aislado de
los hombres de voz articulada, sus propios pensamientos lo aprisionan.