Page 41 - El disco del tiempo
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HACÍA un calor endemoniado. A Herakleion llegan los viajeros por avión o en
               embarcaciones que zarpan del Pireo y depositan en la puerta de entrada de la isla
               su carga de mareados curiosos hambrientos de fotografías.


               Nuria sonrió ante la muchedumbre de visitantes. Lo mismo que en México, todo
               era digno de fotografiarse.


               Se había despedido de Marco e intercambiado direcciones de correo electrónico.
               Lo más seguro es que se encontraran en algún tour.


               Nuria quería llegar a su hotel y al museo cuanto antes. No se sentía animada por
               las ganas de divertirse y conocer gente de su edad, sino de enfrentarse
               inmediatamente al primero de los enigmas de Dimitri. Reflexionar sobre él y
               redactar su informe en un hipertexto. Había revisado tantas páginas web con
               respecto al Disco de Festos que se sentía perpleja y abrumada, como ante el

               ritmo, los sonidos y colores de Herakleion. Lo que primero se ofrecía a su vista
               era el movimiento de un aeropuerto y el aire impregnado de mar y ese calor del
               que no era posible abstraerse. ¿Dónde estaban los mitos, la historia de Minos y
               Pasífae? ¿Desaparecidos? ¿Ahogados en ese mar humano que se agolpaba en el
               aeropuerto Nikos Kazantzakis, nombre de poeta?


               —Aquí sucede lo que en mi país —pensó Nuria— los pobladores actuales poco
               tienen que ver con los fundadores de las civilizaciones antiguas.


               Los tipos físicos no correspondían a los encapsulados en el tiempo de los frescos
               minoicos que Nuria había mirado en la pantalla de su computadora. De aquellos
               hombres y mujeres morenos, esbeltos, de cabello largo y rizado, sólo quedaban
               las leyendas. Los cretenses actuales parecen turcos, producto de la mezcla que se
               efectuó bajo los siglos del dominio otomano en la península de los Balcanes y en
               la cuenca del Mediterráneo. Herakleion, en su superficie, habla más de las
               vicisitudes del imperio de Solimán el Grande y del auge de la serenísima
               Venecia que del mundo que se escribía en lineal A y lineal B, para desgracia de
               profesores como Dimitri Constantinopoulos. Por ahí había pasado la media luna,
               cimbrando la genética y las costumbres, pero sin socavar la religión cristiana
               ortodoxa que entremezcla sus raíces con los antiquísimos cultos de los griegos y
               de los pueblos anteriores a los griegos, pueblos sin nombre de tan antiguos, que
               se han llamado pelasgos o pueblos del mar entre otros apelativos y que
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