Page 151 - Diario de guerra del coronel Mejía
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cabellos.


               Si esto fuera cierto, la señora Mejía habría podido darse cuenta en ese momento
               de que el Coronel había estado librando últimamente muchas batallas, tanto
               internas como externas, con osos, indios, piratas y niños abusivos. Habría visto

               que no todo en la vida de los niños es como creen los adultos. Y que la crueldad
               cabe a veces en cada corazón, sea del tamaño que sea.

               Si esto fuera cierto.


               Pero en realidad, lo que ocurrió fue que la señora Mejía abrió descuidadamente
               el libro de estrategias del Coronel y de éste cayeron las veinte invitaciones para
               su fiesta de cumpleaños. Las veinte invitaciones intactas, sin entregar, se

               desperdigaron por el suelo de la habitación del Coronel. Y la señora Mejía, que
               probablemente no podía ver dentro de la mente de su hijo, sí pudo ver esa noche
               un poquito dentro de su corazón. Y supo, como si lo leyera en un libro, que no
               era buena idea ser tan severa con alguien que va a festejar su cumpleaños
               número diez sin más amigos que los que él mismo se ha inventado (así tengan
               apellido de pasta de dientes y no sean más que simples cabos) porque a lo mejor
               necesita más cariño que reprimendas.


               Y por esto precisamente, al día siguiente, a pesar de que le había prometido
               castigos tremendos por ser tan desobediente, la Generala perdonó al Coronel y le
               retiró el arresto. Le permitió salir a jugar a la calle si se sentía con ganas y hasta
               lo despidió con un beso.


               Fue la tarde del miércoles. El Coronel caminó, seguramente más por costumbre
               que por ganas, hasta la Ciudadela. Sin su rifle parecía menos él. Pero seguía
               siendo el coronel Alfonso Mejía de la Peña, eso seguro.


               —Cabo Ipana —me dijo cuando llegamos a la rotonda de los cañones—, ¿cómo
               vamos a pelear contra el enemigo sin armas?


               Dijo esto con cierto temor, porque por Enrico Martínez caminaba, hacia
               nosotros, Bola de Arroz. Venía solo. Llevaba entre sus manos un palo largo de
               madera y su cinta con inscripciones japonesas atándole el cabello. Traía sus
               sandalias de siempre.


               —No lo sé, Coronel —contesté, con toda sinceridad. Y no sin tristeza, agregué
               —: a lo mejor vamos a tener que rendirnos.
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