Page 153 - Diario de guerra del coronel Mejía
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Bola de Arroz utilizó su gran palo de madera para, con dos rápidos giros,

               obligarlo a soltar el rifle, que cayó al suelo. Estrada intentó agacharse para
               recogerlo, pero Bola de Arroz volvió a utilizar su arma para pegarle con rapidez
               y precisión en los nudillos.


               —¡Aaay! —gritó Estrada. Los otros niños quisieron intervenir pero se llevaron
               sendos golpes también en los dorsos de las manos.

               Nadie dijo nada. Era demasiado tarde para que no comprendiera, cada uno, su

               lección. Era demasiado tarde para que todos y cada uno de los que estábamos ahí
               no entendiéramos que la violencia puede estar en cada uno, sí, pero que también
               está en cada uno el usarla o no. Estrada se dolía de las manos y amenazaba con
               llorar, se le veía en la cara. Los otros simplemente se hacían para atrás,
               amedrentados.


               Bola de Arroz hizo un despliegue de destreza como no habíamos visto nunca
               antes en un chico de esa edad. Utilizó su Bõ, es decir, el largo palo, para cortar el
               viento alrededor de todos, rozó nuestras orejas, mejillas, brazos, codos… hubiera
               podido derribar a todos los que estábamos presentes. Hubiera podido lastimar
               seriamente a cada uno. Y, en cambio, no lo hizo.


               La violencia puede estar en cada uno. El usarla o no, también. Y eso,
               probablemente, sea lo que define a cada persona.


               Se hizo el silencio. Bola de Arroz se agachó entonces, tomó el rifle y se lo dio a
               mi Coronel. Luego, regresó al cañón en el que había estado esperando minutos
               antes. Recogió sus historietas y caminó en dirección hacia su casa. Estrada y sus
               amigos, en completo silencio, también abandonaron poco a poco la Ciudadela.


               Ocurrió tan rápido que después el Coronel nunca podría, con exactitud,
               reconstruir la escena. Pero, como todos, se acordaría de ella por siempre.


               Bola de Arroz no giró el cuello en ningún momento mientras caminaba
               lentamente de regreso a su casa. El Coronel lo vería alejarse de espaldas por un
               largo rato. Estaba por fin, su enemigo de siempre, completamente indefenso,
               completamente a su merced. Y el Coronel comprendería enseguida (porque
               después ya nada volvería a ser igual) que bastaba con levantar su rifle para
               terminar para siempre con esa guerra.
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