Page 150 - Diario de guerra del coronel Mejía
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grecas muy bonitas pintadas de todos los colores. Y acaso por eso, o por la
revoltura de todo junto, es que se puso en pie. El coraje en su interior crecía más
que su tristeza. Se acercó al árbol de la muerte. Apoyó sus dos manos sobre éste.
Luego un zapato. Luego el otro. Y escaló. Y siguió escalando. Hasta llegar a las
primeras ramas. Y luego, a las siguientes, y a las siguientes. Y no paró hasta que
estuvo hasta arriba, hasta la parte más alta, hasta el punto en el que aquel célebre
alumno de quinto año se había desplomado hasta el suelo para romperse una
pierna.
—¡Miren! ¡Creo que Dumbo quiere volar! —gritó uno de cuarto.
—¡Abre bien las orejotas! —se burló otro de quinto.
—¡Señora Quintanar! ¡Mire a Mejía! —lo acusó uno más, uno de tercero.
Y el rostro del Coronel, a través de las ramas era, en verdad, una estampa
gloriosa.
Una estampa gloriosa.
Cuando Sofi Fuentes salió del salón con la carta entre las manos y vio al Coronel
trepado hasta arriba del árbol sintió, por primera vez en su vida y sin saber por
qué, el corazón tan calientito como si alguien lo cobijara entre sus manos. O
como si ese alguien le hubiera dicho al oído, o con una gotita de sangre: “Quiero
protegerte, con todo mi honor y toda mi fuerza; por todo lo que dure esta
horrible guerra; y también después, si se ofrece”.
Sun Tzu ha dicho: “Si el viento sopla de día, amainará de noche”.
Dice J. M. Barrie en Peter Pan que las madres pueden organizar los
pensamientos de sus hijos cuando duermen. Y es en ese momento cuando
pueden enterarse de lo que han hecho durante el día y todo con lo que han
soñado. Y si esto fuera cierto, la señora Mejía habría podido mirar dentro del
Coronel esa noche en que se acercó a él mientras dormía. Aquella noche en que,
después de haberlo regañado severamente por subir al árbol de la muerte y ser
suspendido de la escuela, se sentó en la orilla de su cama y le acarició los