Page 19 - Diario de guerra del coronel Mejía
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con un gran patio al centro. Se entraba por un portón de madera que se cerraba

               de las diez de la noche a las seis de la mañana. La portera cobraba diez centavos
               por abrirles a los trasnochados y desvelados, ya que nadie tenía llave excepto
               ella. El edificio se construyó a finales del siglo XIX y hoy todavía existe (hace
               contraesquina con Televisa Chapultepec, por si te da curiosidad conocerlo).
               Había entonces cinco accesorias al frente: un restaurante, una dulcería, una
               plomería, una tintorería y una sastrería.


               En un domingo como cualquier otro, el repartidor de periódicos atravesaba el
               zaguán, subía unas escaleritas y llamaba a nuestra puerta. Le entregaba a la
               señora Mejía un gordo ejemplar del Excélsior, y recibía a cambio un pedacito de
               pan que ella misma había horneado o alguna otra golosina. El señor Mejía, en
               pijama y pantuflas, se sentaba a la mesa y le arrancaba al periódico la sección de
               los muñequitos para que el Coronel la leyera. Luego, se sentaba a tomar café y a
               fumar. El Coronel, que ya debía estar bañado y peinado para ir a misa, se sentaba
               también a la mesa a desayunar. Tomaba los muñequitos y los extendía con el
               mismo gesto adusto del señor Mejía. Nunca reía, aunque disfrutaba mucho de las
               andanzas de Niko Yokum, Chicharrín y el Sargento Pistolas, Mandrake y, su
               favorito, el Príncipe Valiente (que incluso coleccionaba), mientras devoraba su
               huevo revuelto y su chocolate.


               En un domingo como cualquier otro así hubieran sido las cosas. Pero en ese
               domingo en especial, el día en que empieza este relato, el Coronel se sentó a
               desayunar con el rifle al hombro y cierto aire marcial en el rostro, sin hacer caso
               de los muñequitos, bien dispuestos junto a su plato.


               —Poncho, otra vez con ese rifle. A ver si no te vuelves a dar un ligazo en un
               cachete como el otro día.


               Ésa es la señora Mejía, que no se andaba con cosas. Era la única persona en el
               mundo que podía salir bien librada de una discusión con el señor Mejía,
               acostumbrado a tener siempre la razón (excepto, claro, cuando discutía con su
               esposa).


               —Mamá, estamos en guerra, por si no lo sabes —dijo el Coronel, todavía con el
               aire marcial en el rostro.


               —¡Y un cuerno! ¡Como si fueran a venir en este instante a balacearnos! ¡Trae
               acá esa cosa! —insistió la señora Mejía, que podía poner fin a cualquier
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