Page 64 - Diario de guerra del coronel Mejía
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y quisiera que afináramos nuestra puntería con él. Eso me dijo mientras
subíamos al departamento, pero yo sigo creyendo que lo hizo por lucirse, para
que viera la señora que estábamos siempre listos para cualquier eventualidad.
—No, señora. Soy un experto.
—Está bien. Cuídense. Y dense la mano al pasar la calle.
Cuando la señora Fuentes dijo eso, el Coronel se puso rojo como un tomate. Y
Sofi lo miró con una sonrisa pícara, que adornada con sus ojos azules, parecía
robada a una muñeca.
Cuando bajamos me ordenó que me quedara en la puerta. Dijo que no quería que
la vecindad se quedara sola, pero yo sé que quería estar a solas con Sofi Fuentes.
Como sea, yo no iba a dejar pasar la oportunidad y me fui con ellos.
Fue un poco cómico porque Sofi quería que el Coronel caminara a su lado y él
insistía en que sólo podría cuidarla bien si caminaba detrás de ella. Lo cierto es
que nunca lo había visto tan nervioso; quién sabe si sentía muy pesada la
responsabilidad de cuidar a su vecina.
Cuando llegamos a la calle de Bucareli, Sofi le ofreció la mano al Coronel y éste
volvió a ponerse tan rojo como la luz del semáforo. Pero cuando cruzaron la
calle le volvió su color natural, y se pusieron a comprar las cosas del mandado.
Diez bisteces aplanados costaban un peso, lo mismo una docena de huevos. A
veces los marchantes añadían un hueso de tuétano, pellejos para el gato o una
rama de cilantro o perejil como pilón. A la moneda de veinticinco centavos la
llamábamos peseta, y tanto el peso como el tostón (que valía cincuenta centavos)
y la peseta, eran de plata. De níquel eran las monedas de diez y de cinco
centavos (a ésta la llamábamos quinto). Las de dos y un centavo eran de cobre.
Al Coronel le daban de domingo un tostón, pero sólo si la señora Mejía no le
había pasado ninguna queja de él al señor Mejía.
—¿Y tu mamá? —preguntó la señora del pollo.
—Se lastimó un tobillo, marchanta —contestó Sofi—. Y no puede caminar.
—Me la saludas mucho. ¿Y tú Poncho, qué vas a llevar?