Page 77 - El hotel
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               LA FIESTA






               CUANDO LLEGAMOS, la fiesta ya había empezado.


               Había arroz con leche y casadielles, que son una especie de empanadillas dulces,
               y sidra a raudales y mucho alboroto. El tío Florencio, que es bruto como un
               arado pero que escancia muy bien, iba de un lado a otro, con el brazo en alto,
               dejando caer el chorro luminoso de la sidra que llenaba todo de olor a manzanas
               fermentadas. Habían puesto barreños aquí y allá, y también serrín por el suelo
               para absorber la humedad.


               La farmacéutica, a la que habían vestido con un traje de gala de mamá Leo,
               estaba muy tiesa en el sillón del señor notario. Daba gusto verla allí, embutida en
               aquel traje que le quedaba pequeño, con las mejillas más coloradas que nunca,
               tratando de hacerse la fina.


               –Pásame un culín, Manolete –decía, y enseguida se retractaba–. Quiero decir, un
               traserín, un panderu... un poquitín de sidra.


               Y cuando le llegaba el vaso, bebía extendiendo el meñique.


               Todos parecían muy contentos. El abuelo Aquilino sonreía ufano, mostrando su
               abultada barriga y alisándose los bigotes. Goyo y yo nos miramos. Me sentí
               incapaz de romper aquella atmósfera de alegría. Desde la llegada del señor X, no
               se había visto en el hotel una animación semejante. Hasta mamá Leo se había
               pintado los labios.


               –Mejor les dejo disfrutar un rato –le dije a mi amigo.


               Él estuvo de acuerdo.


               –¡Otro panderu! –gritó la duquesa, colorada hasta las orejas.
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