Page 80 - El hotel
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Los asturianos en general somos muy malos dando palmas, pero en Canadá sí
que saben hacerlo. Al menos nuestros canadienses se arrancaron con un dúo de
palmeros que cualquiera diría que habían nacido en Jerez de la Frontera o en
Alcalá de los Gazules en lugar de en Ottawa, que es, como sabes, la capital de
Canadá.
Un brillo destellaba en las pupilas de mamá Leo, y a la tía Juanita, sentada junto
a ella, se le escapaba la sonrisa. Mis hermanos bailaban entre las piernas de la tía
Rosa y a veces correteaban a cuatro patas y ladraban, y al abuelo se le ponían los
bigotes nostálgicos con los ladridos.
Lo estábamos pasando tan bien que a Goyo y a mí se nos olvidó la existencia del
señor X y la mala noticia de su huida por mi culpa. A la duquesa, o sea, la madre
de mi amigo, con tanto culín, se le habían subido los ánimos y bailaba con
mucho desparpajo, tratando de imitar a la tía Rosa. Las carnes que sobresalían de
las costuras de su vestido se agitaban como un pudin y los coloretes redondos de
su cara parecían los faros traseros de una furgoneta. Mi madre y los tíos, con
servilletas en las cabezas, vitoreaban a la duquesa. Los canadienses también se
habían puesto servilletas en las coronillas y contemplaban el espectáculo muy
sonrientes.
Entonces, la tía Azucena arrugó el entrecejo y preguntó:
–¿Dónde está el señor X?
Se hizo un silencio y todos se quedaron como congelados en su sitio.
Goyo y yo tragamos saliva. Había llegado el momento de contar la verdad.
Así pues, carraspeé y todos me miraron.
–Parece que Paloma tiene algo que decirnos –dijo mi madre.
Me rodearon y yo, colorada y tartamudeando, les conté lo mejor que pude la
conversación que había tenido con el ladrón de guante blanco y su decisión de
entregar el informe ya mismo.
Al unísono, nuestros ojos se desviaron hacia la ventana, apenados, y allí,