Page 73 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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Aquí tengo que meter por fuerza una rama y lo hago por no parecer lo que no
               soy: racista. Así que aclaro que aquellos eran los años ochenta, yo venía de un
               pueblo donde el color de piel más extraño era el provocado por el sarpullido, y a
               las personas de raza negra solo las conocía por la televisión que, por cierto, no

               les daba muy buena fama que digamos. Además de todo, Texas sí que es un
               estado racista y allí no abundan los afroamericanos, así que mi convivencia con
               ellos había sido absolutamente nula.


               Además, mi Negro medía más de dos metros, tenía la misma complexión física
               de un rinoceronte y venía caminando hacia mí con pasos presurosos, que fue lo
               que me hizo voltear a verlo. Me moría del terror. Tanto que pegué un brinco que
               me hizo irme de merititos cuernos contra el barandal de la pasarela, que, por
               supuesto, estaba podridísima en ese punto, así que ¡al agua patos! Vi mi muerte.
               Me consideré despedida de esta vida. ¡Adiós, mundo! Hasta no verte más.


               Y entonces una mano salvadora.


               Mi Negro.

               No venía presuroso como un monstruo sino como un ángel salvador; y mucho

               más listo que yo, porque él sí se había fijado en la putridez de la madera donde
               estaba yo recargada y que tarde o temprano iba a provocar que me diera un
               ramalazo de aquellos. Así que corría a salvarme y llegó justo a tiempo.


               Una vez que me colocó en lugar seguro y después de haber visto la doble cara de
               idiota que ya para esos momentos tenía, lo único que se le ocurrió fue ofrecerme
               una monumental bolsa de Ruffles (sí, lo recuerdo bien, no estoy inventando) que
               estaba recién empezada.


               Yo soy muy miedosa, pero tragona está como número uno en mi lista de
               adjetivos, así que con todo y el susto, metí la manita a la bolsota. Y él sonrió.


               Aquel gesto selló nuestra amistad eterna.

               Luego llegaron corriendo mis papás, y mi Negro se unió al ala bebedora de aquel

               día de playa.

               En aquel puerto libre de Freeport aprendí que el blanco y el negro no existen,
               que este mundo es de colores y que mientras más haya, pues mejor.
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