Page 70 - Puerto Libre. Historias de migrantes
P. 70
ponerle fecha al regreso. “Nada más que pase el cumpleaños de la niña”, “Ahora
que te asciendan en el trabajo”, “En cuanto termines esa nueva casa que te trae
tan atareado, ni modo de dejarte solo”. Y así se fueron acumulando las hojas
inservibles del calendario.
Pero era Navidad. El mejor de los pretextos para postergar el regreso.
Aquel día fue pura felicidad.
Y resultó que el plan era ir en una gran bola a la tristísima playa. Al Puerto
Libre. Hacía un frío de los mil demonios; el aire no daba reposo a los pelos
güeros y muy bien peinados de la esposa de don Juan; a mi Yaya la sentaron bajo
una inútil sombrilla (ni rastros del sol), donde presidió por todo lo alto el ala
femenina de aquel día de playa. Todas las mujeres de la familia que hablaban
español (o sea, todas menos Becky, que no entendía nada pero tenía muy buena
voluntad y se pasó el día entero con cara de Bob Esponja) se arrebataban la
palabra y el turno al asador.
Los señores dieron ejemplo de organización: entre tres cargaban una hielera más
grande que el refrigerador de mi casa, que estaba atiborrada de cervezas; dos
más fueron los encargados de transportar las sillas al punto más cercano entre la
playa y el mar, y mi papá tuvo por misión cargar las muchas cañas de pescar que
les servirían de pretexto para la inconmensurable guarapeta que iban a
acomodarse mientras las cañas permanecían enterradas en la arena, con el
anzuelo tendido hacia el mar y sin que se movieran ni medio centímetro en todo
el santo día.
Los niños se fueron jugar a que se podían hacer castillos de arena que
efectivamente parecieran castillos en vez de mazacotes. Los niños normales,
además de Mi Hermana y su amiga, quiero decir. Porque yo, que soy muy lista y
desde entonces ya presentaba dotes de adivina, tenía el grave presentimiento de
que aquellos días de felicidad (una distinta de la que había conocido hasta
entonces, pero felicidad al fin y al cabo) estaban a punto de terminarse.
No muy lejos de ahí había una pasarela de madera, de esas que sirven para llegar
hasta los barcos. Solo que no había barcos y, para ser sincera, quedaba poco de la
pasarela porque de tanta falta de uso las tablas estaban más bien todas podridas.
Se echaba de ver que los texanos de aquella zona preferían puertos más privados
para atracar sus embarcaciones.